Si es eterno el amor que Jesús nos profesa, no lo es su Corazón de carne. La humanidad de Cristo comenzó cuando María consistió en ser su Madre. La formación del cuerpo de Jesús, de modo especial su Corazón, en el seno de la Virgen María, fue obra del Espíritu Santo. Si bien todas las obras de Dios, que dicen relación con los hombres, son obras de su amor, y, por lo mismo, atribuidas de modo especial al Espíritu Santo, ninguna nos manifiesta mejor la bondad de las Tres Divinas Personas que el misterio de la Encarnación.
Ya en la Creación había hecho Dios una inmensa obra de amor, al sacar de la nada, a multitud de seres que no existían. Pero, ¿qué es ese amor manifestado en las criaturas en comparación con la inmensa caridad de Dios en la Encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad? Es la sobreabundancia de su Amor. ¿Qué más pudo hacer Dios para salvarnos? La formación de Jesús en el seno de la Virgen es la obra maestra atribuida al Espíritu Santo. Sin embargo, dentro de esa obra maestra, hay alguna cosa más perfecta que todo lo demás: en el Dios-Hombre hay un Corazón. Nada hay en los hombres tan humano como el corazón. En Jesús nada hay tan divino. En Cristo sólo hay una sola Persona y ésa es divina. Sin el amor de Dios a nosotros se revela de modo especialísimo por Jesús, el amor de Jesús se manifiesta por su Divino Corazón. Las acciones de Jesús son acciones divinas. En cierto modo, podemos decir que el Corazón es para Jesús, lo que Jesús es para Dios: la expresión, el signo vivo y sensible de su amor a los hombres.
La invención más sublime y la expresión más clara del amor divino es el Corazón de Jesús. Se la llama, con razón la obra por excelencia del Espíritu Santo. La Virgen María fue la primera en sentir el palpitar del Corazón de su Hijo.