Desde el inicio, la maternidad divina de María es creída como maternidad virginal: el origen humano de Jesús se realizó sin la intervención de un padre humano. En este origen se muestra el don gratuito de Dios y el nuevo inicio en la historia de la salvación, comparable a la primera creación.
Por otra parte, también María permaneció marcada para siempre por el acontecimiento de la Encarnación: la virginidad es la expresión corporal de su apertura a Dios. En la virginidad perpetua de María encontramos un vínculo entre realidad corporal y virtud espiritual. La Iglesia profesa a María como “siempre Virgen”, virgen antes del parto, en el parto y después del parto (virginitas ante partum, in partu, port partum).
La virginidad de María y la resurrección de Jesús son aquellos elementos de la fe que se confrontan con una mentalidad secularizada, que rechaza la concreción corporal de la intervención de Dios en la historia.
Hoy esta polémica se nutre de un deísmo que niega toda intervención milagrosa de Dios en este mundo; además, está la sospecha de que la exaltación de la virginidad sea un signo de la hostilidad de la Iglesia hacia la vida sexual. Contras estas corrientes hay que mostrar que la fe en la virginidad de María halla su raíz en la historia y que es todo lo contrario a un desprecio del matrimonio y de la condición sexual.
La fe de la Iglesia en la virginidad de María es todavía más antigua que la formulación explícita de la maternidad divina. Mientras que el título “Madre de Dios” se impuso en el siglo IV, encontrando después la aprobación solemne en el Concilio de Éfeso, la designación “Virgen” se reconoce para María ya en el siglo II y se presenta en todos los antiguos símbolos de la fe (como en el Credo9.
Recordemos la fórmula corriente, sobre todo después del Concilio de Éfeso, de la “Santa Virgen Engendradora de Dios”.
En la Iglesia antigua, la virginidad de María era la contraseña de la verdadera divinidad de Jesucristo.
Si Jesús hubiese sigo concebido de modo natural, habría que atribuir todos los títulos marinaos también a José: la paternidad divina, la Inmaculada Concepción, etc. Nos habría quedado solo la veneración de la Santa Familia, pero no el papel específico de María Santísima, y siempre Virgen.