Lo combatió San Sofronio
Es la última de las grandes herejías cristológicas, que pone en Cristo una sola voluntad (la divina), prescindiendo de la humana.
Se deriva del “Monofisismo” a través de sutiles teorías de Severo de Antioquía sobre la divinidad de Cristo, que darían en llamarse el “Monergetismo” (sólo hay un sujeto operante, el divino). Dicho de otro modo, de la unidad de operación (“Monergetismo”) era fácil pasar al error que estamos intentando comentar, la unidad de voluntad (“Monotelismo”). Y el paso se maduró lentamente del siglo VI al VII.
Las circunstancias políticas favorecieron el desarrollo de la herejía: Heraclio (641) quería la paz religiosa en el imperio, en el que reinaba la discordia a causa de las numerosas sectas Monofisitas.
El Patriarca Sergio de Constatinopla, más cortesano que eclesiástico, se dedicó a poner en práctica el deseo del Emperador componiendo “9 anatemismos” en los que intentó, en 633, conciliar falsamente la fe católica con la herejía Monofisita: así nacería el Monotelismo.
Sergio intentó llevar a su partido al mismo Papa, Honorio I, diciéndole que hablar de “dos voluntades” de Cristo era un escándalo, porque eso, según Sergio, equivocaría a los fieles.
El Papa Honorio, sin salirse de la ortodoxia doctrinal, que en este caso consistía en afirmar las “dos voluntades de Cristo”, humana-divina, aceptó, en cierto modo, las palabras de Sergio, admitiendo la “unidad moral” de las voluntades de Cristo. Sergio se aprovechó de esta debilidad de exposición y se dedicó a propagar que el Papa le apoyaba.
Contra esto se levantarían dos campeones de la ortodoxa: San Máximo, el Confesor, y San Sofronio, Patriarca de Jerusalén, quienes con Cartas y escritos pusieron en claro el equívoco “monotelita”.
San Martín I, el siguiente Papa, en un Concilio de 649, en el que estuvo San Máximo, condenó la herejía. Pero serían, ambos, desterrados por el Emperador Constante II.
Constantino IV, bajo el Papa Agatón, pudo reunir el Concilio Ecuménico VI, el segundo de Constantinopla, entre 680-681, que recogió las decisiones del Concilio Romano de 649, definiendo que la voluntad es propiedad de la naturaleza y que, habiendo en Cristo dos naturalezas, son también dos las voluntades, siempre concordes, por estar dirigidas por un solo agente, que es la Persona Divina del Verbo.