Los Apóstoles aparecen perplejos, temerosos y abatidos al final de los Evangelios. En cambio, muestran una firmeza inquebrantable al comienzo de los Hechos de los Apóstoles. Este cambio entre dos actitudes diametralmente opuestas, ocurrido en poco tiempo, no se explica sin un hecho externo poderosísimo. Sólo cuando Jesús corporalmente resucitado se presentó a los Apóstoles y quitó de su ánimo derrotado la pesadilla de la inesperada catástrofe de la pasión y de su indigna cobardía, recobraron nuevamente la serenidad y el valor, y escucharon con su corazón bien dispuesto las palabras que les descubrían los misterios del Reino de Dios. pero eran necesarias todavía la fuerza y la gracia del Consolador prometido por el Señor.
Fue preciso todavía que el soplo de Pentecostés llenara a los Apóstoles y el fuego del Espíritu enardeciera sus corazones, para que dieran comienzo al cumplimiento del mandato del Señor de predicar el Evangelio a todos los pueblos.
No es la fe nacida repentinamente de un entusiasmo pascual la que superó la oscuridad y la crisis de la Cruz, sino que fue la luz de Cristo resucitado la que ahuyentó la noche de sus dudas y disipó todas las tinieblas. A la luz de la Resurrección alcanzan su verdadero sentido las enseñanzas de Jesús durante su vida pública y las parábolas del Reino de Dios. desde entonces, la Cruz resplandeció como un signo de la victoria sobre el pecado y la muerte.