El Ciego de nacimiento evoca una situación progresiva y diversa. El encuentro con Cristo se realiza en una situación colectiva o comunitaria.
Junto al ciego andan sus padres, testigos del hecho de su ceguera congénita y de su actual capacidad de ver, tras el milagro obrado por Jesús. Entre unos y otros aparecen los fariseos, los que finalmente representan los verdaderos “ciegos” pues no quieren ver.
Hay en el fondo de este pasaje una presentación de la dimensión comunitaria del pecado. La humanidad se encuentra misteriosamente enrolada en una historia en la que el “pecado del mundo” parece tener sus manifestaciones misteriosas, difíciles de atribuir sólo a una responsabilidad personal. Ante el mal que significa la ceguera congénita, se apunta a la posibilidad que sea un efecto del pecado del ciego mismo o de sus padres. Se buscan respuestas al misterio del mal, al misterio del pecado.
Hay una “ceguera” fundamental que impide a la persona y a la comunidad leer los signos de Dios en la historia. Hay una ignorancia colectiva y popular, la que representan el ciego, sus padres, los vecinos y los que le daban limosna. Y hay una ignorancia más sutil, cultivada, asumida con teoría y como rechazó de la verdad, incluso cuando aparece con la evidencia de un milagro. Es la de los judíos.
Los unos y los otros, el ciego y los que no lo son como él, de nacimiento, necesitan ser liberados de una “ignorancia” existencial que influye colectivamente en juicios, modos de comportarse, actitudes ante la verdad de Dios y del hombre. los unos y los otros se echan las culpas. Hay una responsabilidad personal, pero hay también una especie de conjura o de ineluctable influjo colectivo en la situación de pecado en este mundo. Pecado colectivo como fruto de pecados personales. Pecados personales, definitivamente, influenciados hasta coartar la libertad, por el peso del pecado colectivo de teorías, ideologías, rechazos, opinión pública.
Sólo el encuentro personal con Cristo puede iluminar la situación de pecado, liberar de las responsabilidades personales y de las participaciones complejas comunitarias y sociales en el pecado del mundo. El encuentro con Cristo libera de la ceguera, sino que arranca a la persona de esa sutil ceguera moral y espiritual en la que se instala quien rechaza a sabiendas la luz.
Sólo el encuentro personal libera de los efectos colectivos del mal y del pecado. Sólo a partir de una adhesión a la luz de Cristo, el cristiano se hace hijo de la luz, neutraliza con su vida el pecado del mundo, puede irradiar en las tinieblas de este mundo la luz de la verdad.