Una sección del ministerio de Jesús en Jerusalén, presente en todos los Evangelios sinópticos, es el discurso sobre el fin del mundo, conocido técnicamente como el discurso escatológico.
Una pequeña parte de este discurso la leemos este domingo. El Señor ya había explicado que el mundo no durará para siempre y que la actitud sana de sus discípulos no es el miedo, sino la vigilancia. Lo que leemos hoy está especialmente dedicado a mencionar que el Hijo del Hombre, es decir Nuestro Señor Jesucristo glorioso, vendrá al final, pero nadie sabe el momento preciso.
Ahora bien, se nos plantea la pregunta de cómo interpretar los grandes cataclismos que menciona, a saber, el oscurecimiento del Sol y de la Luna, la caída de las estrellas y la conmoción de todas las fuerzas de la naturaleza. Hay dos situaciones que debemos tener en cuenta: La primera es que Jesús concebía el universo de acuerdo a los conocimientos de su época, para ellos las estrellas eran diminutos puntos de luz en la bóveda celeste, jamás pensarían que fueran astros aún más grandes que nuestro Sol, a lejanísimas distancias. El segundo supuesto es que Jesús podía hablar usando la hipérbole o el lenguaje metafórico propio de la apocalíptica.
La primera respuesta posible es que efectivamente puede ocurrir un fenómeno de desequilibrio en el planeta que haga que la luz que recibimos, tanto del Sol como de la Luna, se disminuya, eso es perfectamente posible. También es posible que las fuerzas de la naturaleza entren en periodos de “inestabilidad”, llueva demasiado, haya tremendas sequías, haya maremotos, terremotos, erupciones volcánicas, etc… Todo eso es posible. Que suceda todo al mismo tiempo, es posible.
Sin embargo, también podemos pensar que Nuestro Señor usa el lenguaje hiperbólico, a saber, nos dice de grandes cataclismos para darnos a entender que este mundo puede sufrir graves cambios en cualquier momento, no es estable necesariamente y puede tener un final.
El lenguaje simbólico comparable al que vemos en el libro del Apocalipsis nos estaría diciendo que el escenario en el que vive la humanidad, el mundo con el cielo, la tierra, las lumbreras y las fuerzas de la naturaleza incluidas, no son divinidades eternas. Más bien, forman parte de la Creación, que llegará en un momento a su término.
Pero el dato más positivo e importante que dice el Señor en esta parte de su discurso es que, toda esta debacle es el preámbulo del Triunfo definitivo de Dios. Por tanto, la humanidad no está destinada al fracaso eterno, sino a la vida eterna.