LA HISPANIDAD, SEGÚN GARCÍA MORENTE

by AdminObra

La expansión de la hispanidad por el mundo –desde 1492– presenta dos caracteres que en puridad no pueden separarse ni aun discernirse: el carácter popular y el carácter religioso. La emigración de los españoles a América y a las Indias Orientales no fue empresa mandada ni organizada desde arriba por el Estado, sino un espontáneo impulso del pueblo que los Gobiernos se limitaron a proteger. Los establecimientos españoles en América vivieron desde el principio una vida propia; es más, fueron fundados con vida propia: fueron, en realidad, vidas hispánicas que se trasplantaron a suelo americano y allí siguieron viviendo en la plenitud de su totalidad vital.

Pero si el hombre hispánico se trasladó a América, no para esta o aquella finalidad parcial, sino para vivir la totalidad de su vida, entonces es claro que hubo de llevarse consigo todo su ser, toda su índole, en la cual hemos visto ya que la religión desempeña una función sustantiva y define la esencia misma de lo español. Aquellos españoles que se fueron a América, no a comerciar ni a vigilar los mares, sino a vivir, simplemente y absolutamente, a vivir, sentían en su vida, como de su vida, el cristianismo. Para ellos ser, era ser cristianos; para ellos vivir, era vida cristiana; para ellos organizar una existencia colectiva, era organizar un foco de cristiandad. Los conquistadores españoles que iban a América a poblar, iban, pues, a cristianizar el país.

Jamás falta el sacerdote, el religioso, el misionero, en los grupos de españoles que desembarcan en las costas americanas. Los descubridores denominan, invariablemente, los parajes con nombres de santos; dondequiera que se establezcan construyen iglesias, levantan monasterios, y el ejército de los exploradores que se lanza sobre la selva o por la inmensa llanura, no va seguido, ni precedido, sino acompañado siempre por el santo y valeroso misionero, campeón pacífico de Cristo, foco ardiente de luz y de amor para las pobres almas de los indígenas desamparados.

España no puede salir al mundo sino como nación católica. Cuando el mundo comienza a mediados del siglo XVII a prestar oídos a ciertos lemas, harto dispares, de los que dominaban en los siglos anteriores, España no quiere escuchar esas nuevas voces que más hablan del hombre que de Dios, más de la tierra que del Cielo, y aun se atreven, a veces, a subordinar a Dios al hombre y el Cielo a la tierra. España, que es esencialmente cristiana, nada tiene que hacer en un mundo que tributa a la razón y a la naturaleza el culto debido a la divinidad. Entonces España se aísla, se encierra en sí misma y se esfuerza, en lo posible, por salvarse del contagio amenazador. La época de nuestra historia, que suele llamarse moderna y contemporánea, es una muda y trágica protesta española frente a lo que se piensa y se dice y se hace en el resto del mundo. Como todo lo nuestro, esa protesta adquiere a veces proporciones de increíble grandeza, en gesto sublimemente desgarrado y dramático. Porque en los corazones cristianos jamás se extingue la esperanza ni se agota nunca la confianza en Dios.