- San MAXIMILIANO, mártir. En Numidia, Argelia. Siendo hijo del veterano Víctor y llamado también al ejército, respondió al procónsul que a un fiel cristiano no le era lícito el ejército. Tras rehusar el juramento militar fue ajusticiado. (295).
- Santos MÍGDONO, presbítero, y EUGENIO, MÁXIMO, COMNA, MARDONIO, ESMARADGO e HILARIO, todos mártires. En Nicomedia. Fueron ahogados en sucesivos días uno tras otro para ir atemorizando al resto. (303).
- San PEDRO, mártir. Nicomedia. Siendo ayudante de cámara del Emperador Diocleciano, se lamentó por los suplicios a los cristianos, y por mandato del mismo Diocleciano fue apresado y colgado, siendo torturado primero con prolongados azotes y después a fuego en una parrilla. Doroteo y Gorgonio, servidores del emperador, asimismo, por protestar, fueron martirizados del mismo modo, y finalmente estrangulados. (303).
- San INOCENCIO I, papa. En Roma. Defendió a San Juan Crisóstomo, consoló a San Jerónimo y aprobó a San Agustín. (417).
- San PABLO AURELIANO, obispo. En Bretaña Armórica. (s. VI).
- San TEÓFANES, el “Cronista”, monje. en Bitinia. Siendo muy rico prefirió hacerse monje pobre, y por defender el culto de las imágenes sagradas fue encarcelado durante dos años y deportado, después, a Samotracia, donde, agotado de padecimientos, falleció. (817).
- San ELPEGIO, obispo y monje. Winchester, Inglaterra. Procuró con gran empeño la instauración de la vida cenobítica. (951).
- Beata FINA, virgen. En Toscana desde temprana edad sobrellevó con paciencia, apoyada sólo en Dios, una prolongada y grave enfermedad. (1253).
- Beato JERÓNIMO GHERARDUCCI, presbítero. En el Piceno. Ermitaño de San Agustín. Trabajó por la paz y la concordia de los pueblos. (1369).
- San JOSÉ ZHANG DAPENG, mártir. En Guangxi, China. Recién bautizado, abrió su casa a misioneros y catequistas, y ayudó a los pobres, enfermos y niños hasta que, condenado a crucifixión, derramó lágrimas de alegría por morir del mismo modo que el Señor. (1815).
- Beata ÁNGELA SALAWA, virgen. En Cracovia. Terciaria franciscana. Entregó su vida al servicio doméstico, vivió humildemente entre criadas, y, en suma pobreza, descansó en el Señor. (1922).
- San LUIS ORIONE, presbítero. San Remo, Liguria. Instituyó la Pequeña Obra de la Divina Providencia, para bien de los jóvenes y de todos los marginados. (1940).
Hoy recordamos especialmente a la Beata JUSTINA FRANCUCCI BEZZOLI
Descendiente de la noble familia Bezzoli Francucci, Justina nació en Arezzo entre 1257 y 1260. De carácter humilde y bondadoso, creció adquiriendo una cierta madurez.
En la casa de su rico padre, en la comodidad y facilidad, asimiló los sentimientos religiosos más genuinos a través de la oración diaria. A menudo se privaba de comida y le gustaba retirarse a orar; Se sintió atraída a consagrarse a Dios, lo que provocó la negativa inmediata y sin apelación de sus padres. Era hija única, la amada heredera de una considerable fortuna y su envidiable futuro era el matrimonio con un hombre digno de su linaje.
Los caminos de Dios, sin embargo, no son los caminos de los hombres: primero convenció a su padre a costa de lágrimas, luego fue el turno de su tío paterno, quien tampoco quiso privarse de su única sobrina. Una grave enfermedad de su padre le hizo reflexionar sobre la fugacidad de todas las cosas y Justina obtuvo su aprobación. Justina tenía sólo 12 años y esta decisión nos parece incomprensible, pero en aquella época a esa edad a veces se tomaban decisiones importantes. Justina fue recibida en el Monasterio de San Marcos (ya no existe) llevando únicamente una imagen del Crucificado. Lo dejó todo para dedicarse a meditar la Palabra de Dios; El hábito tosco tomó el lugar de la ropa opulenta. En las tareas más sencillas, mostraba deleite en responder obedientemente a las necesidades de la comunidad.
Justina permaneció en el monasterio durante cuatro años, cuando se vio obligada a abandonarlo junto con sus hermanas a causa de las guerras que sacudían la ciudad. Con su crucifijo se trasladó al Monasterio de Todos los Santos, pero no permaneció allí mucho tiempo.
Había oído que una virgen llamada Lucía vivía en reclusión voluntaria en una celda del Castillo de Civitella (Civitella della Ciana). Compartir las prácticas más austeras de las virtudes cristianas se convirtió en su deseo supremo.
Con permiso de Monseñor Umbertini, se trasladó a la ermita de Santa Lucía, quien la acogió con gran alegría. En extrema pobreza recibieron la visita del padre de Justina, quien, podemos imaginar con qué angustia, intentó en vano llevarla a casa.
La convivencia de estos anacoretas duró sólo unos años, hasta que Lucía enfermó gravemente y su joven compañero la ayudó hasta el momento de su muerte. Una vez sola, Justina continuó viviendo dedicada a la oración y a la penitencia, visiblemente aliviada por su Esposo Celestial, quien a través de un ángel la defendió en varias ocasiones de los ataques de los lobos.
Estas y muchas otras privaciones minaron su salud y a los treinta y cinco años comenzó a tener graves problemas de visión. Se vio obligada a regresar al monasterio, para alegría de sus hermanas, que ahora veían que su alma no era de este mundo. El monasterio, sin embargo, fue blanco de incursiones por parte de los soldados y el obispo tuvo que trasladarlos a un lugar más seguro. Era el año 1315 y Justina se mudó de casa nuevamente.
La Beata tenía una singular devoción a la Pasión de Cristo y aun estando enferma usaba cilicios, recurriendo incluso a la flagelación. Pasó los últimos veinte años de su vida completamente ciega, cayendo a menudo en éxtasis, incluso en presencia de sus hermanas.
Murió rezando, rodeada de sus compañeras, el 12 de marzo de 1319. En su cuerpo eran evidentes las heridas provocadas por una cadena de hierro que llevaba desde hacía años.