- San ALEJANDRO “CARBONERO”, obispo y mártir. Ponto. A partir de la filosofía alcanzó la humildad cristiana, y elevado por San Gregorio Taumaturgo al episcopado, fue célebre por su predicación y por el martirio de fuego. (s. III).
- San TIBURCIO, mártir. Roma. (s. III).
- Santa SUSANA, mártir. Roma. (s. inc.).
- San RUFINO, obispo y mártir. Asís. Primer obispo de esa ciudad. (s. IV).
- San CASIANO, obispo. Benevento. (s. IV).
- San TAURINO, obispo. Évreux, Galia. El primero de esa ciudad. (s. V).
- San EQUICIO, abad. Umbría. Por su santidad fue padre de muchos monasterios y daba a beber a los demás de la fuente de las Sagradas Escrituras. (571).
- San GAUGERICO, obispo. Cambrai, Austrasia. Insigne por su piedad y caridad para con los pobres, fue ordenado diácono por Magnerico de Tréveris, y después, elegido para la sede de Cambrai, ejerció el episcopado durante 39 años. (625).
- Santa RUSTÍCOLA, abadesa. Arlés, Provenza. Gobernó santamente a sus monjas durante casi sesenta años. (632).
- Beatos JUAN SANDYS y ESTEBAN ROWSHAM, presbíteros, y GUILLERMO LAMPLEY, sastres; mártires. Atormentados por su fidelidad al Papa. (1586, 1587 y 1588).
- Beato JUAN JORGE RHEM, presbítero y mártir. Rochefort. Dominico. Murió de enfermedad en una cárcel donde sufrían torturas y donde consolaba a los demás presos. (1794).
- Beato RAFAEL ALONSO GUTIÉRREZ, mártir. Valencia. Padre de familia martirizado durante la persecución religiosa en España. También se conmemora a CARLOS DÍAZ GANDÍA, mártir, también atormentado en el mismo lugar. (1936).
- Beato MAURICIO TORNAY, presbítero y mártir. Tíbet. Canónigo regular de San Nicolás y Bernardo de Mont-Joux. Anunció el evangelio en China y Tibet. Allí lo matarían los enemigos del cristianismo. (1949).
Hoy recordamos especialmente a Santa Clara de Asís
Nació en Asís el año 1193. Fue conciudadana, contemporánea y discípula de San Francisco y quiso seguir el camino de austeridad señalado por él a pesar de la durísima oposición familiar.
Si retrocedemos en la historia, vemos a la puerta de la iglesia de Santa María de los Ángeles (llamada también de la Porciúncula), distante un kilómetro y medio de la ciudad de Asís, a Clara Favarone, joven de dieciocho años, perteneciente a la familia del opulento conde de Sasso Rosso.
En la noche del domingo de ramos, Clara había abandonado su casa, el palacio de sus padres, y estaba allí, en la iglesia de Santa María de los Ángeles. La aguardaban san Francisco y varios sacerdotes, con cirios encendidos, entonando el Veni Creátor Spíritus.
Dentro del templo, Clara cambia su ropa de terciopelo y brocado por el hábito que recibe de las manos de Francisco, que corta sus hermosas trenzas rubias y cubre la cabeza de la joven con un velo negro. A la mañana siguiente, familiares y amigos invaden el templo. Ruegan y amenazan. Piensan que la joven debería regresar a la casa paterna. Grita y se lamenta el padre. La madre llora y exclama: «Está embrujada». Era el 18 de marzo de 1212.
Cuando Francisco de Asís abandonó la casa de su padre, el rico comerciante Bernardone, Clara era una niña de once años. Siguió paso a paso esa vida de renunciamiento y amor al prójimo. Y con esa admiración fue creciendo el deseo de imitarlo. Clara despertó la vocación de su hermana Inés y, con otras dieciséis jóvenes parientas, se dispuso a fundar una comunidad.
La hija de Favarone, caballero feudal de Asís, daba el ejemplo en todo. Cuidaba a los enfermos en los hospitales; dentro del convento realizaba los más humildes quehaceres. Pedía limosnas, pues esa era una de las normas de la institución. Las monjas debían vivir dependientes de la providencia divina: la limosna y el trabajo.
Corrieron los años. En el estío de 1253, en la iglesia de San Damián de Asís, el papa Inocencio IV la visitó en su lecho de muerte. Unidas las manos, tuvo fuerzas para pedirle su bendición, con la indulgencia plenaria. El Papa contestó, sollozando: «Quiera Dios, hija mía, que no necesite yo más que tú de la misericordia divina».
Lloran las monjas la agonía de Clara. Todo es silencio. Sólo un murmullo brota de los labios de la santa.
– Oh Señor, te alabo, te glorifico, por haberme creado.
Una de las monjas le preguntó:
– ¿Con quién hablas?
Ella contestó recitando el salmo.
– Preciosa es en presencia del Señor la muerte de sus santos.
Y expiró. Era el 11 de agosto de 1253.