EL HERMANO RAFAEL. Su aportación

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Rafael Arnáiz Barón fue el joven rico del Evangelio que respondió a la invitación del Maestro: “Si quieres ser perfecto… sígueme” (Mt 19, 21), sin poner condición alguna.

Sin mirar hacia atrás ni reservarse para sí ningún alivio.

Entró en la Trapa deseoso de hacer de su vida “una continua alabanza al Señor y para llegar allí a ser santo, aceptando el designio de Dios para él”.

Su respuesta fue un seguimiento personal de por vida. En oblación total, donde Dios quisiera, es decir, en un ambiente familiar muy diferente al de su casa; en la enfermedad y en el dolor que contribuirían poderosamente a derrumbar sus aspiraciones personales, pues no llegaría ser sacerdote ni monje de Coro, sino un simple oblato y esto por caridad exquisita.

En muy breve espacio de tiempo: ¡sólo cuatro años! Como si el Espíritu Santo hubiera querido escuchar su ardiente grito: “Mira que tu siervo Rafael tiene de prisa de estar contigo… de ver a MARÍA”.

Porque los sintió y lo vivió en aquellos cuatro años últimos de su vida en la Trapa, no obstante las interrupciones a que se vio obligado por la terrible enfermedad que le devoraba y por la guerra civil española, sus escritos reflejan continuamente la grandeza de las cumbres a que iba llegando en su amor a Dios.

Él no era un sentimental, sino un enamorado. En sus páginas hay anhelos, gritos, alabanzas ponderaciones de la excelsitud de Dios, de Jesucristo, de María, de afectos y exclamaciones que convierten el discurso en oración.

Su amor a las criaturas le mueve continuamente a elevarse a la contemplación amorosa del Creador, que es nuestro Padre.

Su actitud orante está como transida de esperanza serena, de confianza sin límites en que la Verdad y el Amor saciarán definitivamente su sed de Absoluto.

Cometería un grave error de apreciación el que, al leer los escritos del Hno. Rafael, pensara que está en presencia de un alma cuyos sentimientos religiosos se desbordan en una efusión incontenible originada por la inmadurez y la carencia de reflexión. Cuando una enfermedad tan cruel como la que él padeció hace presa en un organismo joven, hasta el punto de paralizar sus energías y reducirle a la impotencia y la frustración en sus aspiraciones y deseos, no suele haber lugar para las cálidas efusiones del amor. Hay algo mucho más hondo y radical. Es la fe, la confianza absoluta en Dios, el toque suavísimo y continuado de la gracia, y sin duda también la índole de la oración litúrgica que, bien practicada, ayuda eficazmente al orante a vivir en una actitud e amor inefable.

Con el Hno. Rafael a nuestro lado, el Maestro sigue hablándonos a todos.