Recogemos estas consideraciones, una vez más, del libro del P. Royo Marín, O.P., “Teología de la Salvación”, el cual, como ya dijimos en su día, expone la doctrina católica con la precisión propia de un maestro en la misma como lo fue él.
“Hay un texto en el Evangelio que nos dará la pauta del camino a seguir. Es aquella frase que pronunciara el supremo Juez de vivos y muertos el día del juicio final dirigiéndose a los réprobos: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno (Mt 25, 41). En ella está maravillosamente resumida, como vamos a ver, toda la teología del infierno.
Porque el infierno, fundamentalmente, lo constituyen tres notas esenciales: pena de daño, pena de sentido y eternidad de ambas penas. Y las tres están recogidas admirablemente en aquel texto evangélico: Apartaos de mí, malditos (pena de daño), al fuego (pena de sentido) eterno (eternidad de ambas).
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Pena de daño: con este nombre se conoce en teología la privación de Dios como objeto de nuestra bienaventuranza o felicidad suprema. Es, sin comparación, la mayor de las penas del infierno, hasta el punto que San Agustín pudo decir con frase genial que es tan grande como grande es Dios. Y el Doctor Angélico escribe textualmente: el pecado mortal merece la carencia de la divina visión, a la que ninguna otra pena se puede comparar. La razón es porque, de suyo y objetivamente, es una pena infinita, por razón del Bien infinito del que priva eternamente.
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Pena de sentido: la segunda especie de penas que sufren los condenados del infierno se conoce en teología con el nombre de pena de sentido, porque el principal sufrimiento que de ella se deriva proviene de cosas materiales o sensibles. Afecta, ya desde ahora, a las almas de los condenados, y, a partir de la resurrección universal, afectará también a sus cuerpos. No se trata, pues, de una pena puramente corporal, sino que afecta también y muy principalmente a las mismas almas.
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El fuego del que se nos habla se trata de un fuego cuya verdadera naturaleza se desconoce en absoluto, pero que ciertamente no es metafórico, no es una mera aprehensión intelectual del condenado, sino algo exterior, objetivo y real que existe de hecho fuera de él.
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Eternidad: lo más impresionante que puede decirse del infierno es que sus penas son eternas y, por consiguiente, no terminarán jamás. Es un dato que pertenece al depósito de la fe católica. Consta expresamente en la Sagrada Escritura y en el magisterio extraordinario de la Iglesia. No es posible encontrar escapatoria a la realidad inexorable.
Nadie, acaso, ha acertado a expresar con mayor dramatismo y belleza literaria esta terrible verdad como el inmortal cantor de la Divina Comedia:
Yo duro eternamente:
¡Los que entráis aquí, abandonad toda esperanza!”