Hoy volvemos a recomendar un texto entresacado de la ya ofrecida encíclica Spe Salvi, del Papa Benedicto XVI para nuestra consideración personal acerca de las verdades eternas posteriores al paso de la muerte. Texto muy consolador el que podremos meditar y que restaura tantas incógnitas y, sobre todo, tantas heridas que pueden quedar sin curar con la llegada de la muerte de seres queridos.
“(…) hay que mencionar aún un aspecto, porque es importante para la praxis cristiana. El judaísmo antiguo piensa también que se puede ayudar a los difuntos en su condición intermedia por medio de la oración (2M 12, 38-45; s I a.C.). La respectiva praxis ha sido adoptada por los cristianos con mucha naturalidad y es común tanto en la Iglesia oriental como en la occidental. El Oriente no conoce un sufrimiento purificador y expiatorio de las almas en el “más allá”, pero conoce ciertamente diversos grados de bienaventuranza, como también de padecimiento en la condición intermedia.
Sin embargo, se puede dar a las almas de los difuntos “consuelo y alivio” por medio de la Eucaristía, la oración y la limosna. Que el amor pueda llegar hasta el más allá, que sea posible un recíproco dar y recibir, en el que estamos unidos unos con otros con vínculos de afecto más allá del confín de la muerte, ha sido una convicción fundamental del cristianismo de todos los siglos y sigue siendo también hoy una experiencia consoladora. ¿Quién no siente la necesidad de hacer llegar a los propios seres queridos que ya se fueron un signo de bondad, de gratitud o también de petición de perdón? Ahora nos podríamos hacer una pregunta más: sin el purgatorio es simplemente el ser purificado mediante el fuego en el encuentro con el Señor, Juez y Salvador, ¿cómo puede intervenir una tercera persona, por más que sea cercana a la otra? Cuando planteamos una cuestión similar, deberíamos darnos cuenta de que ningún ser humano es una mónada cerrada en sí misma. Nuestras existencias están en profunda comunión entre sí, entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal. Así, mi intercesión en modo alguno es algo ajeno para el otro, algo externo, ni siquiera después de la muerte. En el entramado del ser, mi gratitud para con él, mi oración por él, puede significar una pequeña etapa de purificación. (…).
Nunca es demasiado tarde para tocar el corazón del otro y nunca es inútil”.