En el Evangelio están narradas unas bodas, las de Caná. Las bodas en aquel lugar, y en aquel entonces, gozaban de la presencia de muchos invitados, y duraban varios días.
En la costumbre judía, la novia, después se recibir multitud de regalos, recibía la presencia del novio. Él no llevaba regalo alguno pues el regalo es él mismo. La Reina de Cielos y Tierra recibía al descendiente de David, en cuyo seno matrimonial nacería el Rey de Reyes y Señor de Señores.
El matrimonio de José y María fue un verdadero matrimonio, a pesar de que nunca hubo entre ellos relación carnal. El Espíritu Santo reconoce en el Evangelio que José es el esposo de María. San Juan Pablo II escribió esta enseñanza de San Agustín “María pertenece a José y José a María, de modo que su matrimonio fue verdadero matrimonio, porque se han entregado uno al otro. Pero ¿en qué sentido se han entregado? Ellos se han entregado mutuamente su virginidad y el derecho a conservársela el uno al otro. María tenía el derecho de conservar la virginidad de José y José tenía el derecho de custodiar la virginidad de María. Ninguno de los dos puede disponer, y toda la fidelidad de este matrimonio consiste en conservar la virginidad”.
Es verdad que si hoy un matrimonio excluyese tener hijos sería nulo. No habría existido. Pero ocurre en este matrimonio único en la historia que, siendo un matrimonio virginal, es un matrimonio fecundo, no por la carne (que no es nada malo, todo lo contrario), pero sí en el Espíritu.
El Papa León XIII recogía lo siguiente “su matrimonio fue consumado no en la carne sino con Jesús. María y José se unieron con Jesús; María y José no pensaron más que en Jesús. Amor más profundo ni lo ha habido ni lo habrá ya nunca en esta tierra. San José renunció a la paternidad de la sangre, pero la encontró en el Espíritu, porque fue padre adoptivo de Jesús. La Virgen renunció a la maternidad y la encontró en su propia virginidad”. Bellísima enseñanza de ese Papa tan josefino.