San José vivió la pobreza contra el vicio de poseer; vivió la mansedumbre contra el vicio del poder; vivió en las lágrimas contra el vicio del placer y de una vida “hueca”.
Sufrió con paciencia y sin consuelo de parte de los hombres. Cuando nadie le abre la posada, cuando ve que tiene que huir porque quieren matar al Niño, cuando conoce que han matado a los bebés de Belén. En todos esos momentos llora. Le da pena el desprecio a su Hijo, por no poder cuidar de otro modo a la Virgen. Llora porque sabe que nada es tan perjudicial como el pecado.
Lloramos por muchas cosas, graves, y a veces, no. Lloramos poco por el pecado. Síntoma del abandono a Dios. Nadie quiere a Cristo como Rey. San José llora por eso también.
San José veía que los grandes poderosos del mundo despreciarían a su Hijo. Y sabía que su Hijo, como un David redivivo, derribaría al Goliat del mundo. Pero le dolía, con todo, ser vistos como malditos.
San José sabía, pues, leer muy bien los acontecimientos, las circunstancias, la Historia. Sabía juzgar las situaciones, sabía reconocer la guerra entre el Bien y el Mal. Por eso lloraría, como llorará su Hijo sobre Jerusalén. Sabe las consecuencias del pecado. Sabe que nos podemos condenar. Sabe que podemos hacer mucho daño. Llora, como Padre, por nosotros.