San José es de esos mansos que no se irritan contra sus hermanos, ni busca vengarse de sus enemigos, ni buscan el dominio sobre los demás. No hay más que contemplarle, con que mansedumbre obedece al ángel cuando le dice que vaya a Belén. En sí, era un decreto injusto, fruto de la vanidad de un gobernante que quería saber cuántos súbditos tenía. Pero José, con mansedumbre, coge a su esposa embarazada y marcha a Belén. San José presentó la mejilla siempre.
Los mansos no se obstinan con terquedad en el propio juicio, sino que sencillamente dicen “sí, sí, no, no”.
Esta mansedumbre Jesús la vio en José. Esta mansedumbre no es esa blandura que no choca con nadie por tener miedo de todos, es una virtud que supone un gran amor de Dios y del prójimo. Los mansos conquistan por la bondad.
San José no juzga temerariamente, porque no ve en el otro un rival a quien hay que hacer de lado, sino a un hermano a quien socorrer, a un hijo del mismo Padre Celestial. Es el don de piedad el que inspira esta benignidad que camina de la mano con un filial afecto a Dios, nuestro Padre común.