Por su interés reproducimos este artículo:
Cuántos padres sufren hoy día el alejamiento de la fe de sus hijos. También la convivencia familiar ha sido dañada y muchos padres sufren en mayor o menor medida el «maltrato» y desprecio de sus hijos. No solo los vínculos matrimoniales han sido atacados, sino también los vínculos paterno-filiales, aunque de esta realidad familiar se hable menos porque puede ser incluso más dolorosa y humillante que los desencuentros matrimoniales, tan frecuentes y aireados socialmente. Los datos crecientes de la Fiscalía de Menores asustan. Esta sí parece una inquietante pandemia. La autoridad paterna ha sido cuestionada y el caos se ha instalado en muchas familias, proliferando niños y adolescentes ingobernables. Que vengan las feminazis y me cuelguen.
Hay mucho dolor en las familias, aunque la apariencia sea de placidez. Percibo que muchos padres viven instalados en la desconfianza o desesperanza porque, en el fondo, les parece que «no hay nada que hacer». Ya han intentado todo y ha sido en vano. Creo que el Señor nos dice hoy más que nunca, como al jefe de la sinagoga angustiado por la muerte de su hija, «no temas, solamente ten fe». No tengáis miedo aunque creáis que el alma y la sensibilidad de vuestros hijos para reconocer la belleza y el bien han muerto; aparentemente, muchos jóvenes parecen haber muerto para la vida espiritual. La conversión de los hijos es imposible para los padres, pero Dios lo puede todo. Él hace nuevas todas las cosas. Él puede transformar un corazón de piedra en un corazón de carne. Como Jairo, mientras todos hacían ya duelo por la niña muerta, le decimos con fe: «Jesús, pon tus manos sobre mi hijo para que se salve y viva». Y nuestros hijos echarán a andar; echarán a correr y darán saltos. Pero Jesús no tiene prisa y, a pesar de la impaciencia y prisa de Jairo, se para a curar a la hemorroísa yendo de camino.
Dios nos llama a vivir confiados en esa tensión de no saber cómo y cuándo fructificará la semilla de la fe en nuestros hijos, sabiendo que Él lo hará a su tiempo. Pienso que quizás la misteriosa parábola de «la semilla que crece sin que el labrador sepa cómo» fue escrita precisamente para estos tiempos en que tantas veces no vemos fruto. No podemos apostatar de la esperanza exigiendo a Dios la justa recompensa por nuestros esfuerzos. Eso es querer seguridades, en lugar de esperanza, y la justa recompensa a los propios esfuerzos, en lugar de la Gracia. Esta parábola es desconcertante para el hombre actual, tan confiando en sus esfuerzos y objetivos.
Trigo y cizaña crecen juntos y no nos corresponde a nosotros separarlos sino dejar que crezcan juntos hasta la cosecha. San Agustín, comentando esta parábola, observa que «primero muchos son cizaña y luego se convierten en grano bueno». Y agrega: «Si éstos, cuando son malos, no fueran tolerados con paciencia, no lograrían el laudable cambio» (Benedicto XVI, 17 de julio de 2011).
En ocasiones, nos obsesionamos con la conversión de determinadas personas a las que amamos mucho, hijos, hermanos, etc. Intentamos salvarnos a nuestra manera y nos impacientamos si no responden. Pero solo Dios conoce el día y la hora en que esa semilla dará fruto; solo Él puede tocar los corazones. Debemos ponerlos en sus Manos y aprender a esperar, quizás una vida entera de espera. ¿Qué es una vida terrena comparada con la eternidad? Amar y esperar. Hay cosas que ya no se deben decir después de haber dicho tanto. No más argumentos. Es mejor guardar silencio; amar y orar. Insistiendo mucho se puede dañar el alma a la que se intenta ayudar y podemos dañarnos también a nosotros mismos. Una vez hecho lo que está en nuestra mano, amor y oración. No falla. Dios no quiere que una persona se agote y agote su espíritu en un apostolado o ayuda que en ese momento no puede o no quiere ser recibida. Con paz, los ponemos en manos de Dios e intensificamos la oración por ellos.
No nos aflijamos demasiado; el demonio quiere hundirnos y qué mejor manera de hacernos daños que a través de nuestros hijos y de las personas a las que más amamos y que, aparentemente, no han querido escuchar nuestra voz. Debemos perseverar en el inmenso Amor que les tenemos y, sobre todo, en la oración por ellos. Leía el otro día: «Para muchos de ellos vuestro amor y oración será mi misericordia en el momento en que menos lo pensáis. No sabéis el día ni la hora» (anoté la frase pero no la fuente y no la recuerdo). Quizás incluso ni siquiera veáis los frutos de vuestra oración por vuestros hijos porque los frutos pertenecen a Dios. Él es fiel a su palabra y siempre escucha nuestra oración. Como decía el padre Pío: «Reza y no te preocupes. La preocupación es inútil. Dios es bueno y ya ha escuchado tu oración.»
Dios quiere que vivamos más alegres, más despreocupados y ligeros, a pesar de la inmensa presencial del mal que sufrimos actualmente. A pesar de la inmensa confusión y oscuridad que reina en la actualidad, tenemos la certeza de que de que el Espíritu aletea sobre el caos. De que la Victoria es de Cristo. Tenemos la certeza de que su Fuerza se manifiesta en nuestra debilidad. Padres y madres, lo que necesitamos hacer por nuestros hijos es una cruzada de oración, ayuno y silencio. Con la certeza de que Él va a vencer en el corazón de nuestros hijos. Rezad por ellos y tened la confianza de que la Victoria es de Cristo en el corazón de las personas que amamos y que le presentamos con confianza una y otra vez. El Señor tiene sus tiempos pero es fiel a sus promesas y magnánimo al dar. Si somos fieles a la oración por nuestros hijos, veremos cosas más grandes y bellas de las que nos atrevemos a pedir.
Y libertad, siempre libertad, también y especialmente hoy en que nuestras libertades están siendo tan atacadas con la excusa de la salud, el cambio climático, etc. etc. Del mismo modo que se corta el cordón umbilical para que el niño no se ahogue con la placenta, debemos dar alas a nuestros hijos, también hoy y a pesar de ser plenamente conscientes de la oscuridad reinante. El ser humano sin libertad se asfixia y enferma. Educar en libertad, también hoy, a pesar de ser plenamente conscientes de que la cultura en que les está tocando crecer es tóxica y explícitamente anticristiana. Tenemos las armas de Cristo y la fe en que la Victoria es suya. Nuestros hijos van a la batalla con la coraza de la oración de sus madres, que espiritualmente les acompañamos siempre. Otro arma muy poderosa para protegerles es consagrarles al Corazón Inmaculado de la Virgen o al Corazón de Jesús.
Una mano a la Virgen y otra a Santa Mónica. No desfalleceremos si vamos de su mano, ellas nos han precedido en el camino de la fe y nos sostienen ahora. «Es imposible que se pierdan los hijos de tantas lágrimas» (San Ambrosio a Santa Mónica). San Agustín dice de su madre en sus Confesiones (IX, 10-26): «Había criado a sus hijos, pariéndoles tantas veces cuantas les veía apartarse de ti».
Madres y padres, pidamos para nosotros el don de la alegría y desterremos la eterna preocupación que nos amarga el gesto. Nuestro corazón debe vivir anclado en la alabanza y la confianza, en lugar de en la queja y la preocupación constante. Servimos al Rey de Reyes, al Dios Todopoderoso que es Fiel a sus promesas.
Y, en momentos bajos, os recomiendo leer con detenimiento este texto de la Escritura (Jeremías 31, 16-17):
«Deja de llorar y enjúgate las lágrimas.
Todo lo que has hecho por tus hijos te será recompensado.
Volverán de la tierra del enemigo.
Hay esperanza en su porvenir.
Tus hijos volverán al hogar.
Lo digo Yo, el Señor».
Fuente: religionenlibertad.com
Foto: Molnár Bálint / Unsplash