La Cuaresma es el tiempo privilegiado de la peregrinación interior hacia Aquél que es la fuente de la misericordia.
Es una peregrinación en la que El mismo nos acompaña a través del desierto de nuestra pobreza, sosteniéndonos en el camino hacia la alegría intensa de la Pascua. Incluso en el “valle oscuro” del que habla el salmista (Sal 23, 4), mientras el tentador nos mueve a desesperarnos o a confiar de manera ilusoria en nuestras propias fuerzas, Dios nos guarda y nos sostiene.
Efectivamente, hoy el Señor escucha también el grito de las multitudes hambrientas de alegría, de paz y de amor. Como en todas las épocas, se sienten abandonadas.
Sin embargo, en la desolación de la miseria, de la soledad, de la violencia y del hambre, que afectan sin distinción a ancianos, adultos y niños, Dios no permite que predomine la oscuridad del horror.
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Jesús se compadece de las multitudes: las defiende de los lobos, aun a costa de su vida. Con su mirada, Jesús abraza a las multitudes y a cada uno, y los entrega al Padre, ofreciéndose a Sí mismo en sacrificio de expiación.