- San FLÓSCULO, obispo. En Orleans. (500).
- San LORENZO, obispo. En Cantorbery. Sucesor de San Agustín. Convirtió al rey Edbaldo a la fe. (619).
- San BURCARDO, obispo. En Würzburgo, Alemania. Oriundo de Inglaterra, fue ordenado por San Bonifacio como primer obispo de la sede. (754).
- Beato SIMÓN FIDATI de CASSIA, presbítero. En Florencia. Ermitaño de San Agustín. Con sus palabras y escritos condujo a muchos a vivir con más fidelidad la vida cristiana. (1348).
- Beato PEDRO CAMBIANI de RUFFIA, presbítero y mártir. En el Piamonte. Por odio a la Iglesia fue asesinado en el claustro por los herejes después de celebrar la Misa. (1365).
- Santa CATALINA de RICCI, virgen. En la Toscana. Terciaria dominica. Se dedicó de lleno a la restauración de la religión. Logró, en buena medida, experimentar los misterios de la Pasión gracias a la asidua meditación. (1590).
- Santa JUANA de LESTONNAC, fundadora. Burdeos. Siendo niña rechazó los esfuerzos de su madre para dejar de ser católica. Al enviudar, y después de educar a sus hijos adecuadamente, fundó la Sociedad de Hijas de Nuestra Señora, a imitación de la Compañía de Jesús, para la educación cristiana de las muchachas. (1640).
- Beato NICOLÁS SAGGIO de LANGOBARDIS, religioso. En Roma. De la Orden de los Mínimo. Ejerció con humildad y santidad el oficio de portero. (1709).
- Beato ESTEBAN BELLESINI, presbítero. En el Lacio. Agustino. Permaneció fiel a su congregación en tiempos difíciles y se dedicó a la educación de la juventud, a la predicación y al trabajo pastoral. (1840).
- Beata MARÍA CATALINA KASPER, virgen. En Renania, Alemania. Fundó el Instituto de Pobres Siervas de Jesucristo, para servir al Señor en los indigentes. (1898).
- Beata MARÍA DOMINICA MANTOVANI, virgen. En Verona. Junto con el Beato José Nascimbeni, presbítero, fundó el Instituto de Pequeñas Hermanas de la Sagrada Familia, del cual fue primera superiora, para atender a los pobres, huérfanos y enfermos, y llevó siempre una vida humilde. (1934).
Hoy destacamos a JUAN TEÓFANO VÉNARD
San Teófanes Vénard era un joven francés que, desde pequeño, había soñado con el martirio y que dio su vida por Cristo en Tonkín, a los treinta y un años de edad. Su historia es el mejor ejemplo de la diabólica crueldad que prevalecía en aquellas regiones y de las penalidades a las que él y sus compañeros hicieron frente gozosamente por Jesucristo. El tierno afecto que profesaba a su familia le llevó a escribir numerosas cartas. Además del tono de sinceridad de cada una de sus palabras, la correspondencia de sus compañeros de misión confirma plenamente sus declaraciones.
Teófanes recibió el subdiaconado en diciembre de 1850 y pidió ser admitido en el colegio de Misiones Extranjeras de París, pues lo consideraba como el mejor camino para alcanzar el martirio. El beato comenzaba así una carta a su hermana, escrita cuando acababa de tomar esa decisión:
«Mi querida hermanita: ¡Cómo lloré al leer tu carta! Sí, ya sabía perfectamente la pena que mi decisión iba a causaros a todos, especialmente a ti, hermanita mía. Sábete que este paso me costó lágrimas de sangre, por el dolor que os produciría. Nadie quiere más que yo a la familia y la vida en familia. Toda mi felicidad aquí en la tierra era precisamente eso. Pero Dios, que nos ha unido con los lazos del más tierno afecto, quería de mí ese sacrificio.»
Teófanes había sido siempre de salud delicada, y una grave enfermedad estuvo a punto de retrasar su ordenación. En septiembre de 1852, ya sacerdote, partió para Hongkong. Allí pasó quince meses estudiando el idioma. En 1854, fue enviado al Tonkín occidental. El nuevo misionero y su compañero, que llevaba ya algún tiempo en la misión, llegaron sanos y salvos, pero no sin haber tenido que luchar con la enfermedad y con una violenta persecución. El P. Teófanes trabajó incansablemente durante cinco años en un distrito en el que había diez mil fervorosos cristianos. A propósito de aquella fanática persecución, escribía:
«Se ha dado la orden de capturar a todos los cristianos y darles muerte por el método que aquí se llama «lang-tri». Es una tortura lenta, que consiste en ir cortando sucesivamente los pies, las piernas, los dedos de la mano, los brazos, etc., hasta que sólo queda el tronco mutilado. Mons. Melchior, O.P., vicario apostólico del distrito oriental de Tonkín, fue capturado y sufrió esa horrible muerte en agosto.»
El santo da muchos detalles de la situación desesperada en que se encontraban él y los otros misioneros:
«¿Qué pensáis de nuestra situación? Somos tres misioneros, uno de los cuales es obispo. Vivimos, día y noche, el uno pegado al otro, en un recinto de menos de un metro y medio por lado. La luz y el aire penetran por tres agujeros no más anchos que un dedo, abiertos en el muro de adobe. La buena mujer que nos da asilo se encarga de cubrirlos por fuera con haces de paja.»
El 30 de noviembre de 1860, el P. Teófanes cayó prisionero. Pasó dos meses encerrado en una jaula; pero su bondad impresionó a los perseguidores, que no le torturaron. En una de las cartas que escribió desde la jaula, decía:
«Paso apaciblemente mis últimos días de prisión. Todos los que me rodean son corteses y respetuosos, y muchos de ellos me quieren bien. Desde el gran mandarín hasta el último de los soldados lamentan que las leyes del país me condenen a muerte. No me han torturado como a mis hermanos.»
Sin embargo, la escena de su ejecución fue brutal, debido a la crueldad del verdugo, y es interesante y significativo leer lo que sigue en el relato de un testigo: «En cuanto los soldados partieron, la multitud se precipitó con trapos, pañuelos y trozos de papel, a empaparlos en la sangre del mártir. Lo hicieron con tal fervor, que no quedó en ese sitio ni una brizna del pasto manchado con la sangre». El martirio del P. Teófanes tuvo lugar el 2 de febrero de 1861.