Hoy, sábado II de Adviento, interrumpimos la lectura semicontinua de Isaías. Hoy nos encontramos con un pasaje del libro del Eclesiástico, o Sirácida. En este pasaje, que forma parte de un apartado elogia a las grandes figuras del pasado de Israel, se hace alabanza de Elías.
Este pasaje nos traza adecuadamente los rasgos de este hombre de Dios, determinado siempre en su misión por el celo que lo consumía. “Palabra que quemaba”, nos expone el autor sagrado. De tanta autoridad y fuerza que imponía, pareciese, su rigor al mismo Cielo. “¡Qué glorioso fuiste, Elías, con tus portentos!”, canta el autor.
Pero el pasaje nos ofrece unos versículos con el mensaje propio de este tiempo, el escatológico. La creencia popular, entonces, era que Elías regresaría después que fuese arrebatado en un torbellino de fuego para preparar el “Día del Señor”, esto es, el día de su regreso y de su Juicio definitivo. Para acabar de reconciliar las generaciones enfrentadas, y restablecer la gloria del Pueblo de Dios.
Hay, pues, como dos aspectos a considerar. El primero, que, como cristianos, hemos de tener un verbo fogoso y vehemente, si cabe, en favor de la Gloria de Dios para que no sea mancillada jamás; por nadie. El segundo, que, como pecadores, tenemos que dejarnos llevar por las palabras de fuego de los hombres que Dios suscita en nuestra vida para disponernos a su encuentro. Y por las palabras acaloradas de las grandes figuras de la Historia Sagrada que buscaron orientar los corazones para que aguardasen expectantes la Parusía.
Por lo de pronto, en nuestro caso, para disponernos religiosamente a las Pascuas venideras.
En el Evangelio, en conversación con Santiago, Juan y Pedro, que acaban de contemplar la Transfiguración del Señor al cual acompañaron Moisés y el propio Elías, Jesús les dice que Elías, al que aguardaban los judíos (y nosotros), ya ha venido en realidad. Evidentemente, Nuestro Señor Jesucristo se está refiriendo a la persona de Juan, el Bautista, muy parecido a Elías en su carácter arrebatado.
Sabemos que San Juan, el Bautista, es una de las figuras fundamentales del Adviento. El más grande nacido de mujer, en palabras elogiosas que le refirió el Señor. San Juan acabaría de llevar término la labor del profetismo. Debía disponer los corazones de los hijos de Israel para reconocer al Mesías de Dios, aceptarlo y seguirlo.
A pesar de la santidad de vida de Elías y Juan, el Bautista, no fueron bien acogidos. Eran incómodos para muchos. Sus palabras, llenas de calor y sinceridad, no gustaron tantas veces. Eran limpias y coherentes. Llenas de fidelidad y verdad. Una parte del pueblo no quería saber nada del Mesías. Así de trágico.
La austeridad de vida, que predica el Adviento, nos ayudará a ganar en libertad interior para proclamar la Verdad, que previamente se nos ha dado, sin temor ni a la sociedad, ni al poder.