Con este pasaje isaiano empieza lo que se conoce como el “Libro de la Consolación”. Recordemos el inicio del pasaje que corresponde a este día: “Consolad, consolad a mi pueblo; hablad al corazón de Jerusalén”. Uno de los versículos más tiernos de todo el Antiguo Testamento.
Dios quiere consolarnos con el envío del Mesías. Pero antes ya quería consolar a su Pueblo Santo, y adúltero, con su Palabra, y con sus Profetas. El Verbo se hizo carne para consolarnos con su figura, con su doctrina, con su Cruz. El Verbo ha venido a hablarnos al corazón. Dios nos ama. Dios reconoce cuando hemos pagado por nuestros pecados. Se da cuenta de ese tipo de padecimientos, por eso, al final de este pasaje, se dice que viene con su “salario”, con su “recompensa”. Dios que nos da la penitencia, también nos da el galardón. Dios, tan bueno que es, mientras nos hace padecer por nuestros pecados, consuela y alienta de tal modo que nos ayuda a aceptar su regaño y a reconocerlo como algo justo y necesario. Nos hace entender la gravedad de nuestro pecado, nos hace entender por qué envía penitencias tan duras. Nos consuela.
El Evangelio nos enseña que la lógica de Dios difiere de la lógica humana, por muy lineal que parezca. Dios siempre más. Dios siempre sorprendente. Su lógica no es numérica, sino lógica del Corazón (lo cual no significa del sentimentalismo), que es la del sacrificio que se hace por rescatar una “oveja”. En esto consiste la “lógica del corazón”, en el sacrificio que se hace por salvar un alma, no en el emotivismo a flor de piel que no lleva a parte alguna.
Si se pierde una sola “oveja”, alma, Dios sufre.