En todo pecado hay una culpa que hace caer sobre el pecador dos penas: una PENA ONTOLÓGICA, es decir, una CONSECUENCIA dejada por el pecado como huella negativa en el alma y el cuerpo del pecador, y una PENA JURÍDICA, por la que por justicia se hace acreedor a un castigo.
Los hombres, en efecto, al pecar, contraemos muchas culpas, y atraemos sobre nosotros muchas penas ontológicas, al mismo tiempo que nos hacemos merecedores de no pocas penas jurídicas, castigos que nos vendrán impuestos por Dios, por el confesor, por el prójimo, o por nosotros mismos en la mortificación penitencial.
El Bautismo nos quitó toda culpa y toda pena jurídica, pero NO elimina la pena ontológica.
La penitencia, sea en la ascesis o mortificación, sea en el Sacramento de la Confesión, borra toda culpa, pero no necesariamente toda pena, ontológica o jurídica; POR ESO, el sacerdote impone al penitente una pena, un castigo jurídico, procurando que éste tenga también un sentido medicinal; es decir, que venga a sanar la pena ontológica, las malas huellas dejadas en la persona por los pecados cometidos.
Pues bien, según esto, el alma que está en el PURGATORIO ha sido liberada de sus culpas, pero como de ellas no hizo en la tierra una penitencia suficiente, debe padecer ahora la pena del purgatorio, que elimine en su ser “toda herrumbre o mancha de pecado”, disponiéndole así para la perfecta y beatífica unión con Dios.