Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida: «La vida es un derecho, la muerte no»
Reproducimos, por su interés, un texto elaborado por el Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida que nos ofrece una reflexión muy interesante acerca de la vida y el final de la misma a través de la muerte. Se nos recuerda que la muerte no ha de ser “suministrada”, sino acogida. Recuerda que el suicidio asistido medicamente o la eutanasia no son formas de solidaridad social, y mucho menos de caridad cristiana. Aboga por una auténtica cultura de la salud y de la piedad humana que sepa tratar a los enfermos incurables, que siguen conservando íntegramente su dignidad de seres humanos, criaturas de Dios, e hijos suyos gracias al Bautismo.
Se nos recuerda muy bellamente que formamos parte de una “familia social”, por tanto, la consecuencia, ha de ser el gesto del “cuidado” recíproco.
Finalmente, fijémonos en la cita bíblica con la que se abre el texto. La Palabra de Dios, en sus sentencias, no será ajena, después de la muerte, a la insensibilidad e ideologización imperantes que han facilitado esta “cultura de la muerte” en la que vivimos.
Por último, un Dicasterio es un organismo de la Curia Romana encargado o especializado en alguna cuestión en concreto que preocupe de manera especial. En estos momentos hay tres. Al frente está un Prefecto, que en este caso es el Cardenal de origen irlandés Kevin Farrell.
La vida es un derecho, la muerte no
Reflexión del área de Familia y Vida del Dicasterio sobre el valor inviolable de la vida humana en relación con las situaciones del final de la vida, a partir del más reciente Magisterio del Papa Francisco.
«Pediré cuentas de la vida del hombre a cada uno de sus hermanos» (Gn 9,5). La vida de cada uno de nosotros es una cuestión que nos concierne a todos: una cuestión que no se puede eludir porque la plantea Dios mismo en la alianza con el hombre. Cuidar, tomar en serio la vida de los que nos rodean no es la elección de unos pocos, sino la tarea de cada uno, la responsabilidad común de la que hemos de dar cuentas en la sociedad de los hombres y, en definitiva, es el Misterio del que venimos y al que estamos destinados.
Entramos en el mundo a través de una familia parental que fue la primera en cuidarnos, pero seguimos en el mundo en una «familia social» en la que cada uno de nosotros es padre y madre, hermano y hermana en la vida cotidiana. Una vida concreta que es un intercambio de espacios físicos, relaciones, afectos, amistad, pensamientos, proyectos e intereses. El cuidado es un requisito para compartir la vida, y el compartir la vida viene del cuidado que tenemos de ella. Sin el cuidado de la propia vida y de la vida de los demás, sólo hay extrañeza: la miserable condición de ser recíprocamente «extranjeros».
Nacer y morir como un «extranjero de la vida» es lo más triste que el hombre puede experimentar en la tierra. El primer derecho de la ciudadanía es el derecho a la «ciudadanía humana», a participar en la comunidad de hombres y mujeres que reconocen la vida como un bien para sí mismos y para todos que hay que salvaguardar, promover y proteger. Y un bien reconocido y compartido es siempre un derecho inalienable.
La muerte forma parte de la vida terrenal y es la puerta de entrada a la vida eterna. Si la vida en el tiempo nos es común, la vida en la eternidad no nos es ajena. Cuidar el último tramo del camino en la tierra, el que nos acerca a la entrada de la otra vida, es un deber con nosotros mismos y con los demás. Un deber común que se deriva del primero de los bienes comunes, que es la vida.
Recientemente, el Papa Francisco recordó que «la vida es un derecho, no la muerte, que debe ser acogida, no suministrada. Y este principio ético concierne a todos, no solo a los cristianos o a los creyentes» (Audiencia General, 9 de febrero de 2022). No se trata de reclamar en la sociedad y entre los ordenamientos jurídicos el espacio para una norma moral que tiene su fundamento en la Palabra de Dios y que ha sido afirmada incesantemente en la historia de la Iglesia, sino de reconocer una evidencia ética accesible a la razón práctica, que percibe el bien de la vida de la persona como un bien común, en todo momento. La «carta de ciudadanía humana» -grabada en la conciencia civil de todos, creyentes y no creyentes- contempla la aceptación de la muerte propia y ajena, pero excluye que se provoque, acelere o prolongue de cualquier manera.
Las palabras de Francisco recuerdan las de su predecesor San Juan Pablo II, que escribió: «El tema de la vida y de su defensa y promoción no es prerrogativa única de los cristianos. Aunque de la fe recibe luz y fuerza extraordinarias, pertenece a toda conciencia humana que aspira a la verdad y está atenta y preocupada por la suerte de la humanidad. En la vida hay seguramente un valor sagrado y religioso, pero de ningún modo interpela sólo a los creyentes: en efecto, se trata de un valor que cada ser humano puede comprender también a la luz de la razón y que, por tanto, afecta necesariamente a todos» (Carta encíclica Evangelium vitae, n. 101).
Si la vía de los «cuidados paliativos» aparece como una solución buena y deseable para aliviar del dolor la vida de los enfermos que no pueden ser curados por los protocolos terapéuticos actuales o de los que ven acercarse el final de su vida terrenal, es necesario disipar un malentendido, que corre el riesgo de transmitir a través de la ayuda a morir en paz una desviación hacia la «administración de la muerte». Es de nuevo el Santo Padre quien subraya este peligro. «Esa frase del pueblo fiel de Dios, de la gente sencilla: «Déjalo morir en paz», «ayúdalo a morir en paz»: ¡qué sabiduría! […] Sin embargo, debemos tener cuidado de no confundir esta ayuda con las desviaciones inaceptables que llevan a la muerte. Debemos acompañar a la muerte, pero no provocar la muerte ni ayudar a ninguna forma de suicidio» (Audiencia General, 9 de febrero de 2022).
El suicidio médicamente asistido y la eutanasia no son formas de solidaridad social ni de caridad cristiana, y su promoción no constituye la difusión de una cultura de la salud ni de la piedad humana. Hay otros caminos para tratar a los incurables y para acercarse a los que sufren y mueren. Como el que va desde Jerusalén hasta Jericó, recorrido por el samaritano que atendió al herido, no abandonándolo a su destino de muerte, sino permaneciendo a su lado y calmando el dolor de sus heridas lo mejor que pudo. Siempre se puede acompañar a alguien hacia la meta final de su vida, con discreción y amor, como han hecho en el pasado y siguen haciendo hoy tantas familias, amigos, médicos y enfermeras. Sin los instrumentos de la muerte, pero con la ciencia y la sabiduría de la vida.