Aprovechamos este importantísimo mes de noviembre, en el que todos los cristianos hemos de consagrarnos a aliviar la situación en el Purgatorio con nuestros sufragios de tantos hermanos nuestros, en el Bautismo, y el de otros hombres de buena voluntad que hayan tenido una existencia iluminada por la luz y la voz de una recta conciencia, a mitigar las penas temporales o, incluso, culminarlas a través del recurso y verdadero tesoro de las indulgencias, que reclaman de suyo una sincera renuncia al pecado, incluso el venial, y verdadero camino de conversión cristiana por tanto, para ofrecer algunas consideraciones de autores escogidos con el fin de meditar y considerar en este tiempo, con esperanza, sobre la esperanza cristiana.
En esta primera reflexión ofrecemos un breve texto de la Carta Encíclica “Spe Salvi. Sobre la Esperanza cristiana” de Benedicto XVI, firmada por él un 30 de noviembre del año 2007.
“47. Algunos teólogos recientes piensan que el fuego que arde, y que a la vez salva, es Cristo mismo, el Juez y Salvador. El encuentro con El es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada, toda falsedad se deshace. Es el encuentro con El lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos. En ese momento, todo lo que se ha construido durante la vida puede manifestarse como paja seca, vacua fanfarronería, y derrumbarse. Pero en el dolor de este encuentro, en el cual lo impuro y malsano de nuestro ser se nos presenta con toda claridad, está la salvación. Su mirada, el toque de su corazón, nos cura a través de una transformación, ciertamente dolorosa, “como a través del fuego”. Pero es un dolor bienaventurado, en el cual el poder santo de su amor nos penetra como una llama, permitiéndonos ser por fin totalmente nosotros mismos y, con ello, totalmente de Dios. Así se entiende también con toda claridad la compenetración entre justicia y gracia: nuestro modo de vivir no es irrelevante, pero nuestra inmundicia no nos ensucia eternamente, al menos si permanecemos orientados hacia Cristo, hacia la verdad y el amor. A fin de cuentas, esta suciedad ha sido ya quemada en la Pasión de Cristo. En el momento del Juicio experimentamos y acogemos este predominio de su amor sobre todo el mal en el mundo y en nosotros. El dolor del amor se convierte en nuestra salvación y nuestra alegría.
(…).
El Juicio de Dios es esperanza, tanto porque es justicia, como porque es gracia. Si fuera solamente gracia que convierte en irrelevante todo lo que es terrenal, Dios seguiría debiéndonos aún la respuesta a la pregunta sobre la justicia, una pregunta decisiva para nosotros ante la historia y ante Dios mismo. Si fuera pura justicia, podría ser al final solo un motivo de temor para todos nosotros. La Encarnación de Dios en Cristo ha unido uno con otra –juicio y gracia- de tal modo que la justicia se establece con firmeza: todos nosotros esperamos nuestra salvación “con temor y temblor” (Flp 2, 12). No obstante, la gracia nos permite a todos esperar y encaminarnos llenos de confianza al encuentro con el Juez, que conocemos como nuestro “abogado” (1 Jn 2, 1)”.