No es que Dios se arrepienta de sus amenazas tal si fuese un miembro del panteón griego lleno de altibajos emocionales.
Es Dios que, en su habilidad, suscita en Moisés una dimensión nueva en su vocación de caudillo y guía del Pueblo, y esa dimensión es la de ser intercesor ante Dios por los excesos cometidos por los hebreos en el Desierto.
Ciertamente, entiendo que Dios también puede suscitar en nosotros el rezar por los pecadores.
Hubo un tiempo en que se rezaba por la conversión de los pecadores al finalizar el rezo del Santo Rosario. Apenas se hace hoy en día.
El dejar de hacerlo no tiene relación con una supuesta humildad; ni tiene relación con la crueldad, o la indiferencia por la suerte de los pecadores, como le pasó a Jonás. Tendrá, si cabe, relación con que me justifique diciéndome quién soy yo para juzgar quien es pecador y quien no; quien comete pecado y quien no.
Esta actitud es mala.
Independientemente de que todos tenemos necesidad de acudir regularmente al Sacramento de la Confesión, todos hemos de rezar por la conversión de los pecadores. Esto engrandece nuestro corazón. Nos hace salir de nosotros mismos. Lo hacemos con humildad. Descubrimos que es importante. Somos conscientes de que ha de formar parte de nuestra oración. Aprendemos a incluirlo en nuestras responsabilidades cristianas para con las necesidades de los demás, que también incluye la conversión.
Sea “eficaz” o no, el hecho de rezar por los pecadores agrada a Dios. La respuesta es asunto de ellos. Pero nosotros hemos de hacerlo.
Igual que Moisés, hemos de convertirnos en intercesores. Dios, en su paternidad, permitirá que tengamos sensación de haberle convencido a El para que ejerza olvido por nuestros desmanes. Pero ha sido El, con su pedagogía, quien nos ha transformado y enternecido el corazón.