Una vez sale el perdón a los demás. En esta ocasión en el Evangelio.
Nos gustaría que el Señor nos pidiese cualquiera cosa menos esto.
Cualquier sacrificio se lo ofreceríamos con gusto, y hasta con sangre si pudiésemos evitar lo que nos pide en esta parábola.
Perdonar duele. Es la mejor manera de definirlo. Es un dolor. Es un don. Nadie es capaz de ofrecerlo si antes no lo pide a Dios. Es imposible. La naturaleza humana reclama, y con razón, otro tipo de respuesta. Nos ponemos siempre del lado del inocente. De aquél a quien hay que darle la razón, cuya causa exige, como dijimos, otro tipo de respuesta. Pues es a este tipo de personas, injustamente tratadas, a las que Dios les ofrece, por medio de su Hijo, el otorgamiento del perdón. ¿Por qué el Señor nos pone en esta situación? Ni siquiera nos ofrece la posibilidad de una mínima compensación. No, no la ofrece. Es radical. Es la plenitud de los tiempos. Es un dolor. Un dolor que se ha de ofrecer por el que nos hizo daño. Y así parece que se multiplica. Es un misterio. No es fácil. Sólo desde Jesucristo se puede atisbar lo que haya de divino en todo ello.
Jesucristo nos da una clave que nos ayude a ver las cosas de otra manera. Aquello que más nos haya lastimado en nuestra honra, es poco comparado con lo que le ha afectado al Todopoderoso mis malicias. Y El está dispuesto a olvidarlas si descubre un cambio de actitud. Si Dios lo hace, Dios me lo pide. Y si me lo pide, es porque me da el Don. La posibilidad. Es un misterio. Pero es el camino. Pero duele.