- San CECILIO, presbítero. En Cartago. Convirtió a San Cripriano. (s. IV).
- San HILARIO, obispo. En Carcasona, Galia Narbonense. En su tiempo los godos difundieron el arrianismo. (s. IV).
- Santa CLOTILDE, reina. Galia Lugdunense. Cuyas oraciones indujeron a su esposo Clodoveo, rey de los francos, a bautizarse, y al enviudar se retiró a la basílica de San Martín, donde no quiso ser tratada como reina. (545).
- San LIFARDO, presbítero. En Orleáns. Llevó una vida solitaria. (550).
- San COEMGENO, abad. En Hibernia, Irlanda. Fundó el monasterio de Glandaloch, en el que vivieron muchos monjes, de los cuales fue padre y guía. (622).
- San GENESIO, obispo. en Clermont-Ferrand. Fundó el monasterio de Manglieu, con un hospicio anexo. (650).
- San ISAAC, monje y mártir. En Córdoba. Siendo monje, en tiempo de moros, llevado por un impulso divino, salió del monasterio de Tábanos para presentarse ante el juez sarraceno y hablarle acerca de la verdadera religión, razón por la cual fue decapitado. (851).
- San MORANDO, monje. En Basilea. Nació en Renania. Peregrinó, de presbítero, a Santiago de Compostela y, al regresar, se hizo monje en Cluny, fundando después el monasterio donde terminó su vida en Altkirch. (1115).
- Beato ANDRÉS CACCIOLI, presbítero en Spello, Italia. Franciscano. Recibió el hábito de manos de San Francisco, que le asistió en el lecho de muerte. (1254).
- San CONO, monje. En Lucania. Mediante la práctica monástica y la inocencia de vida llegó en breve tiempo a la culminación de todas las virtudes. (s. XIII).
- Beato FRANCISCO INGLEBY, presbítero y mártir. En York. Alumno del Colegio de los Ingleses de Reims. Bajó Isabel I, por ejercer el sacerdocio en su patria, fue condenado a muerte. (1580).
- Beato CARLOS RENATO COLLA du BIGNON, presbítero y mártir. En Rochefort. Jesuita. Rector del Seminario Menor. Durante la Revolución Francesa, por el hecho de ser sacerdote, fue encarcelado en una nave prisión, donde murió a consecuencia de la enfermedad que contrajo allí. (1794).
- San PEDRO DONG, mártir y padre de familia. En Tonkín. Prefirió sufrir crueles torturas antes que pisar la Cruz. Fue decapitado por orden de Tu Duc. (1862).
- San CARLOS LWANGA y DOCE COMPAÑEROS, mártires. En Uganda. Todos ellos con edades entre los catorce y treinta años, pertenecientes a la corte de jóvenes nobles o al cuerpo de guardia del rey Mwanga, que, como neófitos o seguidores de la fe católica, por no ceder a los deseos impuros del monarca, murieron degollados o quemados vivos. (1886).
- Beato DIEGO ODDI, religioso. En Bellegra, Roma. Franciscano. Eximio por su vida de oración y sencillez. (1919).
- San JUAN XXIII, papa. En Roma. (1963).
Hoy destacamos a SAN JUAN GRANDE
Juan Grande nació en la pequeña población andaluza de Carmona, en 1546. Cuando el joven tenía quince años, perdió a su padre y se fue a vivir con un pariente que tenía una tienda de ropa en Sevilla. Poco después, el muchacho estableció un negocio similar por su cuenta, en Carmona, y comenzó a prosperar. Sin embargo, las cosas de este mundo no tenían ningún atractivo para Juan y, al cumplir los veintidós años, distribuyó todos sus bienes entre los pobres y se retiró a vivir en una ermita, cerca de la ciudad de Marchena. A pesar de que desde su infancia había observado una conducta irreprochable, él se consideraba como el más vil y despreciable de los hombres; debido en parte a ese sentimiento y al temor de que los demás le considerasen como a un hipócrita, transformó su apellido en un sobrenombre y por todas partes se presentaba, ya no como Juan Grande, sino como «el Grande Pecador». Con el apelativo de Juan «El Pecador» se le venera hasta hoy en Andalucía. Cierto día encontro a dos vagabundos que estaban enfermos y yacían junto al camino; lleno de compasión, condujo a los desamparados a su choza, los atendió y salió a pedir limosna para alimentarlos. Muy pronto se presentaron otros casos similares, y a Juan le pareció que Dios le llamaba a servirle en el suministro de socorros y afectuosa solicitud a los afligidos y desamparados.
Entonces abandonó su retiro y se trasladó a Jerez, donde obtuvo la autorización para atender a los prisioneros. Durante tres años vivió y trabajó en condiciones terribles entre la hez de la humanidad, para ayudar a los presos, alimentarlos con limosnas que salía a pedir de puerta en puerta y ablandar el corazón de criminales endurecidos, con dulces palabras de consuelo. Armado de infinita paciencia, soportó los desprecios, los insultos, la ingratitud y hasta los golpes. Después prestó sus servicios en los hospitales y ahí debió sufrir una persecución en regla, por parte de los directores, empleados y enfermeros, quienes veían en la devoción con que Juan cuidaba a los enfermos, un silencioso reproche a su propia negligencia y dureza de corazón. En cambio, hubo otros que observaron a Juan y quedaron impresionados por su abnegación; tanto fue así, que una acaudalada pareja de la ciudad fundó un hospital, que dejó en manos de «El Pecador». Inmediatamente la casa se llenó de pacientes y acudieron también muchos jóvenes, movidos por el ejemplo de Juan y ansiosos por servir. Con el fin de que su obra no muriera con él, afilió su hospital al grupo que estaba al cuidado de la Orden de Hospitalarios, cuyo fundador, san Juan de Dios, había muerto en Sevilla cuando Juan «El Pecador» era un niño de cuatro años. También él ingresó a la orden.
A pesar de que su preocupación principal eran los enfermos, otorgaba su ayuda y su afecto a todos los afligidos. Reunía en torno suyo a las esposas abandonadas y les proporcionaba alimentos para sus cuerpos y buenos consejos para guía de sus almas. También solía juntar dinero para proporcionar una dote a las muchachas casaderas de pobre condición. Aún le quedaba tiempo para hacer frecuentes visitas a los prisioneros, a quienes nunca olvidó. A raíz de la toma de Cádiz por los ingleses, trescientos soldados españoles fugitivos llegaron a Jerez; el beato se hizo cargo de todos ellos y, por verdadero milagro, como admitían los propios soldados llenos de asombro, distribuyó comida y ropa entre todos, sin faltar ninguno. La actividad física de su existencia no le impedía alcanzar los altos niveles del espíritu; a menudo caía en arrobamientos, y, algunas veces, los éxtasis le sorprendían mientras realizaba sus obras de misericordia. En esos casos, al recuperar el conocimiento, se encontraba rodeado por los transeúntes curiosos que, tomándole por un loco o un borracho, le insultaban o se burlaban de él. Pero Juan sólo respondía con una humilde súplica para que le perdonaran sus rarezas y continuaba su camino, cabizbajo. Asimismo, se le atribuían dones proféticos, y se asegura que vaticinó la destrucción de la «Invencible Armada» española. A causa de la peste que contrajo al dedicarse a cuidar a las víctimas de una terrible epidemia que azotó a Jerez, murió Juan «El Pecador» en el año 1600, a la edad de cincuenta y cuatro años.