En el siglo IV, ya en un periodo más pacificado y benigno para la Iglesia, con expansión misionera, fervorosas comunidades monásticas, brillantes escritos de los Santos Padres como son San Atanasio, San Hilario, San Juan Crisóstomo, San Gregorio de Nacianzo, San Basilio Magno, surgirá una herejía terrible: el arrianismo.
Esta herejía determinará buena parte de la historia de la Iglesia, y la dividirá durante mucho tiempo. Incluso a la jerarquía más alta.
Arrio era un ilustre miembro del presbítero de Alejandría, de la que ya conocemos su importancia dentro del mundo helenista. En aquel contexto había brillado Orígenes.
Arrio era un excepcional exegeta y comentador de la Sagrada Escritura. Por ello, su obispo, Alejandro, le pidió predicase semanalmente en importantes iglesias de Alejandría. Pronto empezaría a tergiversar la fe Apostólica.
El centro fundamental de su doctrina era rebajar la divinidad del Hijo, afirmando que el Hijo era inferior al Padre, fundamentalmente por tres razones:
- Pertenecía a una realidad divina de menor entidad (distinta naturaleza, según el hablar de la época);
- Tenía un “principio temporal”, y por ello, no era “coeterno” con el Padre; y,
- No participaba de la trascendencia absoluta del Padre porque había sido creado con vista a involucrarse en la obra de la Creación.
Detrás de estas aseveraciones están principios de filosofía neoplatónica y algunos textos bíblicos (no nos debe sorprender) en los cuales, Arrio, justificará su doctrina.