TEMA DE REFLEXIÓN DE AGOSTO 2023
Adoración y Trinidad.
El fin último de toda la economía divina es la entrada de las criaturas en la unidad perfecta de la Bienaventurada Trinidad. Pero desde ahora somos llamados a ser habitados por la Santísima Trinidad: «Si alguno me ama guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él». Y de qué manera tan misteriosa esto se va cumpliendo. Por la gracia, la fe y la caridad la Trinidad habita en nuestra alma, es un misterio de comunión. Comunión que se acrecienta cada vez que comulgamos la Eucaristía.
Dado que la Trinidad es una Unidad indivisible, donde está una de las personas divinas allí están las otras dos. Si en la Eucaristía decimos con verdad se contiene el Verbo de Dios hecho carne, también por esa mutua inmanencia están en ella (de otra forma) el Padre y el Espíritu Santo.
Cuando comulgamos o adoramos la Eucaristía, ese misterio está directamente relacionado con el misterio más alto de nuestra fe: la Trinidad. Primero porque nuestra adoración es movida por el Espíritu Santo, “nadie puede decir Jesús si no es movido por el Espíritu de Dios”, segundo porque nuestra adoración se dirige en último término al Padre. Cuando comulgamos crece nuestra intimidad con la carne de Cristo y por tanto con su sangre, alma y divinidad. Divinidad que comparte totalmente con el Padre y el Espíritu Santo. El Cielo es precisamente esto: adoración y comunión con la Santísima Trinidad. Procuremos ir adelantándolo ya aquí en la tierra. Hoy en esta noche podemos entrar en este misterio.
En la Eucaristía se revela el designio de amor que guía toda la historia de la salvación. En ella, el Deus Trinitas, que en sí mismo es amor, se une plenamente a nuestra condición humana. En el pan y en el vino, bajo cuya apariencia Cristo se nos entrega en la cena pascual, nos llega toda la vida divina y se comparte con nosotros en la forma del Sacramento. Dios es comunión perfecta de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Jesucristo, pues, «que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha» nos comunica la misma vida divina en el don eucarístico. Se trata de un don absolutamente gratuito, que se debe sólo a las promesas de Dios, cumplidas por encima de toda medida. La Iglesia, con obediencia fiel, acoge, celebra y adora este don. El «misterio de la fe» es misterio del amor trinitario, en el cual, por gracia, estamos llamados a participar (Benedicto XVI, Sacramentum Caritatis).
La Sagrada Escritura nos ayuda a contemplar este doble misterio en el pasaje de la Transfiguración, los apóstoles adoran la carne gloriosa de Cristo y a la vez se ven envueltos en el misterio de la Trinidad.
“Unos ocho días después de decir esto, Jesús tomó a Pedro, Juan y Santiago, y subió a la montaña para orar. Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante. Y dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que aparecían revestidos de gloria y hablaban de la partida de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén.”
En el contexto del anuncio de la Pascua, Jesús invita a aquellos tres, como hoy también a nosotros, a seguirle a la montaña para orar. Hoy, en esta noche, nosotros seguimos a Cristo para adorar su carne resplandeciente de blancura y escuchar su palabra…
“Pedro y sus compañeros tenían mucho sueño, pero permanecieron despiertos, y vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con él. Mientras estos se alejaban, Pedro dijo a Jesús: «¡Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Él no sabía lo que decía.”
Quizá a nosotros también nos entra el sueño. Pero hemos de permanecer despiertos para ver la gloria de Jesús. En el fondo sabemos que no hay un lugar mejor donde estar. Por eso también nosotros como los apóstoles queremos quedarnos ahí a dormir. Pasar adorando su gloria toda la noche… Y entrar en el misterio de la Trinidad:
“Mientras hablaba, una nube los cubrió con su sombra y al entrar en ella, los discípulos se llenaron de temor. Desde la nube se oyó entonces una voz que decía: «Éste es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo». Y cuando se oyó la voz, Jesús estaba solo. Los discípulos callaron y durante todo ese tiempo no dijeron a nadie lo que habían visto.”
Muchos padres han visto en esa nube un símbolo del Espíritu Santo que nos cubre y nos penetra y nos hace entrar en la intimidad de Dios. También se oye la voz del Padre, desde lo alto de los Cielos que nos indica a Jesús glorioso. Ojalá también hoy escuchemos esta voz. Ojalá nos dejemos penetrar por el Espíritu Santo… Ojalá entendamos los deseos del Corazón de Cristo:
“Padre, quiero que los que tú me diste estén conmigo donde yo esté, para que contemplen la gloria que me has dado, porque ya me amabas antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te conocí, y ellos reconocieron que tú me enviaste. Les di a conocer tu Nombre, y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me amaste esté en ellos, y yo también esté en ellos”.
Los santos nos dan ejemplo. Como los pastorcitos de Fátima que repetían con humilde devoción esta oración que les enseñó el ángel cuando dejó en el aire suspendido el cáliz con la Hostia y se postró en tierra repitiendo…
“Trinidad Santísima, Padre, Hijo y Espíritu Santo, os adoro profundamente y os ofrezco el preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo, presente en todos los tabernáculos de la tierra, en reparación de los ultrajes, de los sacrilegios y de las indiferencias con las que ha sido ofendido. Y por los méritos infinitos de su santísimo Corazón y del Corazón Inmaculado de María, os ruego la conversión de los pobres pecadores”
O como la beata Isabel de la Trinidad, que hizo de toda su vida una adoración del Misterio Supremo de nuestra fe:
«Dios mío, Trinidad que adoro, ayúdame a olvidarme enteramente de mí mismo para establecerme en ti, inmóvil y apacible como si mi alma estuviera ya en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de ti, mi inmutable, sino que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de tu Misterio. Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada amada y el lugar de tu reposo. Que yo no te deje jamás solo en ella, sino que yo esté allí enteramente, totalmente despierta en mi fe, en adoración, entregada sin reservas a tu acción creadora» (Beata Isabel de la Trinidad, Oración)
Preguntas:
¿Oras al Padre o al Espíritu Santo específicamente?
¿Qué elementos de la Misa nos hablan de la Trinidad?
¿Conoces alguna otra oración dirigida a la Trinidad?