Publicado por Ana Zarzalejos Vicens
Ana Zarzalejo Vicens. ACEPRENSA.
“No sabemos de qué hablamos y encima lo hacemos mal”. Así resume Marta Rodríguez Díaz (doctora en Filosofía y especialista en las raíces filosóficas del concepto ‘género’) la complejidad y la confusión que rodea esta palabra. La frase pertenece a su libro Género, jóvenes e Iglesia (Encuentro, 2024), recientemente publicado.
Por su parte, Abigail Favale, experta en estudios de género en la Universidad de Nôtre Dame (Estados Unidos) y autora de La génesis del género (Rialp, 2024) explica cómo su conversión al catolicismo, la maternidad y el fenómeno trans, que ha abocado a tantas adolescentes a la mutilación de sus cuerpos, le han lanzado en una búsqueda de respuestas diferentes a las que ofrecen las teorías de género “canónicas”.
Tanto ella como Rodríguez Díaz tienen un objetivo común: aproximarse a la complejidad del género y del sexo, y plantear un diálogo desde el pensamiento cristiano.
La ideología de género como hija bastarda del feminismo
En una página de su libro, Favale se pregunta: “¿Son sexo y género sinónimos intercambiables? ¿Reflejan una división gnóstica entre cuerpo (sexo) y alma (género)? ¿Significan la interacción entre la biología y la sociedad en la identidad humana? Dependiendo del contexto, las palabras ‘sexo’ y ‘género’ pueden evocar cualquiera y todos esos significados. ¿Por qué? Porque, en pocas palabras, estamos profundamente confundidos acerca de lo que significa ser un cuerpo. Ya no sabemos quiénes somos como seres sexuados y esto se refleja en nuestro lenguaje”.
Para la autora, el “paradigma de género” –como ella lo denomina– se puede resumir en estos postulados: somos libres de crearnos a nosotros mismos; el cuerpo es un objetivo sin significado intrínseco, al que damos significado utilizando la tecnología para deshacer lo que es percibido como natural; lo que consideramos real es simplemente una construcción lingüística, por tanto, debemos manejar el lenguaje para evocar la realidad tal y como la queremos; ser libre es transgredir los límites continuamente.
El “paradigma de género” falla en sus premisas, al conceder un peso excesivo a los factores culturales y volitivos en la formación de la identidad sexual.
Para comprender el origen del concepto ‘género’, tanto Favale como Rodríguez Díaz estudian la influencia que han tenido la psicología, la ciencia y la política. Pero para ambas, la clave está en el feminismo. Y, en concreto, en la influencia de Judith Butler, que puso en tela de juicio la idea misma de que biológicamente seamos varones y mujeres.
Como ya señaló Amelia Valcárcel a Aceprensa, al feminismo le había surgido una “sombra invertida” que la filosofía definió como la teoría queer. “De la idea feminista de que hombres y mujeres valen lo mismo y, por tanto, el sexo no es importante, hay quien ha sacado la conclusión de que el sexo es una realidad variable”, señalaba Valcárcel.
Rodríguez Díaz y Favale analizan en sus libros cómo se produce ese salto que Valcárcel describe. “A mediados del siglo XX –señala Favale–, el sexo como realidad biológica fue destronado, tanto lingüística como conceptualmente. Este destronamiento creó un vacío conceptual, que se llenó rápidamente con el término género”.
El problema es que esta premisa estaba errada de base. Como explica Rodríguez Díaz, las teorías de género dan un peso desproporcionado a la cultura (la feminidad y la masculinidad son convenciones sociales) y a la libertad (es la persona la que decide quién es, más allá de sus vínculos). La autora no niega la influencia de ambos factores, pero asegura que estos actúan sobre la naturaleza humana, no la sustituyen.
“Ahora que el sexo biológico se ha divorciado del potencial procreativo, reduciéndose a la apariencia y la búsqueda de placer, cambiar de sexo parece factible”, señala Favale.
En su libro, la autora relata cómo sus ideas sobre el “paradigma del género”, que nadan a contracorriente del mensaje “oficial, con frecuencia resultan chocantes para sus alumnos: “Cuando expresaban una nueva incertidumbre y confusión, como solían hacer al final del curso, me sentía satisfecha, como si mi tarea principal como profesora de estudios de género fuera romper y desestabilizar sus puntos de vista ordenados y simplistas, para exponerlos a una complejidad irresoluble”.
La profesora no es ajena a los motivos por los cuales calan estas ideas. “Los estudiantes tienden a aferrarse a la idea de la ‘performatividad’ porque, en parte, es cierto. La mayoría de personas han tenido la experiencia de jugar con su masculinidad o feminidad para ajustarse a los estereotipos. Ciertamente, hay una arbitrariedad básica en algunas señales visibles de la diferencia sexual, por ejemplo, en términos de peinados y ropa, que varían de una cultura a otra”.
Sin embargo, advierte Favale, “lo que a los estudiantes les cuesta ver es que Butler argumenta algo mucho más radical. Ella dice que la identidad sexuada es solo una actuación, que no hay una mujer o un varón ‘real’ debajo de las diversas expresiones culturales”.
En definitiva, lo que lamentan Favale y Rodríguez Díaz es la pérdida de conciencia de que existe una naturaleza inmutable, que no determinista, de la que el ser humano no puede desprenderse.
La necesidad del género
No son sus obras manifiestos antifeministas. Más bien todo lo contrario. Favale concibe el “paradigma de género” como una perversión del feminismo original. Rodríguez Díaz también está dispuesta a aceptar el concepto de género siempre y cuando no se separe (aunque sí se distinga) del de sexo.
Las dos autoras coinciden en que las teorías de género, partiendo de preguntas pertinentes, ofrecen promesas vacías con consecuencias peligrosas
Ambas advierten de que rechazar los motivos que llevaron a que el género ganase terreno frente al sexo es querer ignorar una serie de problemas que son reales y que muchas veces se han afrontado desde una perspectiva reduccionista.
Esta simplificación, comenta Rodríguez Díaz, viene de una idea determinista y/o biologicista de la naturaleza humana, que no asume la culturalidad y la libertad en todo su peso, o que supone erróneamente que la causa de que seamos varones y mujeres radica en los cromosomas o en los genitales, en vez de en una identidad más profunda que se manifiesta en ellos.
Por otro lado, explica Favale, “a veces, las diferencias entre los sexos se han entendido como diferencias de valor y se han traducido en roles rígidos y específicos del sexo, creando una jerarquía de superioridad a favor de los varones. Sin el concepto de género como distinto del de sexo, tales ideas sobre la mujer se naturalizan fácilmente y se ven como innatas en lugar de como distorsiones de la cultura”.
Es decir, puede que el género sea el hijo bastardo del feminismo; pero también de las lagunas que la antropología cristiana no supo llenar en su momento.
Promesas vacías, jóvenes desnortados
Es desde el respeto al feminismo desde el que Favale lamenta las consecuencias del paradigma de género: “Es la descendencia edípica del feminismo. Descendencia porque es a través de la teoría feminista como el concepto de género se ha apoderado de nuestro imaginario cultural, y edípica porque, al igual que el asesinato de su propio padre por parte de Edipo, este concepto ha erosionado los cimientos mismos del feminismo, convirtiendo a la mujer en una identidad que puede ser apropiada libremente por el varón, independientemente de la realidad material”.
El paradigma de género también ha lesionado el proceso de maduración identitaria de los menores: “Si ser niña o niño ya no reside en el cuerpo, no hay otro fundamento para estos conceptos, excepto los estereotipos. En otras palabras, cuando una niña reconoce que no encaja en los estereotipos, ahora se le invita a cuestionar su sexo en lugar del estereotipo”, concreta Favale.
Es cierto, como explica después, que no son sólo las teorías de género las culpables. La autora apunta, en concreto, a fenómenos como la hipersexualización, las experiencias en internet que permiten la construcción de una identidad no corpórea y la tecnologización del cuerpo.
Con todo, Favale lamenta que cualquier persona encuentra en este paradigma una explicación para su dolor (debes de ser “trans”) y una solución engañosamente simple (cambia tu género y finalmente estarás completo). “Hay personas en crisis, y el paradigma de género se ha convertido en la lente dominante para interpretar ese dolor; eso no es bueno”.
Rodríguez Díaz, que también denuncia cómo las teorías de género reduccionistas “buscan imponerse como una forma de pensamiento único”, destaca la necesidad de planteamientos matizados: “nuestros jóvenes se merecen que reconozcamos y superemos las insuficiencias del pasado, pero también que los alertemos de los engaños de hoy”.
¿Tiene el pensamiento cristiano una respuesta a todo esto?
Las investigaciones de las dos autoras se han realizado desde una antropología claramente cristiana, para la que la dignidad de la persona radica en ser creada a imagen y semejanza de Dios.
Desde estos planteamientos sobrenaturales, las autoras aterrizan en otros más terrenales, plagados de sentido común.
En primer lugar, se oponen a la nostalgia de buscar respuestas en una vuelta a los roles rígidos del pasado. “La mirada que propongo asumir en esta cuestión es la que busca decir un ‘sí a nuestro tiempo’”, asegura Rodríguez Díaz, citando a Romano Guardini.
De hecho, tanto Favale como Rodríguez Díaz rechazan los estereotipos de cómo deben manifestarse la feminidad y la masculinidad.
“En parte, contrarrestar el paradigma de género debe implicar una mayor apertura a la variabilidad dentro de las categorías de varón y mujer”, asegura Favale.
También coinciden en compadecerse del sufrimiento de las personas trans, (las principales víctimas de las promesas vacías del paradigma de género), buscando un punto de diálogo con su experiencia. “Las identidades trans señalan un anhelo de un sentido integrado del yo. Este deseo es fundamentalmente bueno; refleja la verdad del ser humano como una unidad de cuerpo y alma”, señala Favale.
Lo mismo apunta Rodríguez al decir que “la realidad de estos sufrimientos está diciendo una profunda verdad: la íntima necesidad que experimenta la persona de expresarse en su cuerpo”.
Pero, como indica Favale, el error viene al pensar que esta integración tiene que lograrse a través del engaño, a través de la violencia contra el cuerpo. Finalmente, la autora, más que respuestas, ofrece una serie de preguntas que marcan un camino para la reflexión: “¿Cómo sería tomar en serio la realidad concreta, especialmente la del cuerpo sano? ¿Qué pasaría si adoptamos el mandato de ‘no dañar un cuerpo sano’ como un principio rector?