Está muy difundido en la sociedad moderna, y con frecuencia tiene consecuencias negativas, el error doctrinal y pastoral de “ocultar la muerte y sus signos”.
Médicos, enfermeros, parientes, piensan frecuentemente que es un deber ocultar al enfermo, que por el desarrollo de la hospitalización suele morir, casi siempre, fuera de casa, la inminencia de la muerte.
Se ha repetido que en las grandes ciudades de los vivos no hay sitio para los muertos: en las pequeñas habitaciones de los edificios urbanos, no se puede habilitar un “lugar para una vigilia fúnebre”; en las calles, debido a un tráfico congestionado, no se permiten los lentos cortejos fúnebres que dificultan la circulación; en las áreas urbanas, el cementerio, que antes, al menos en los pueblos, estaba en torno o en las cercanías de la Iglesia –era un verdadero campo santo y signo de la comunión con Cristo de los vivos y los muertos- se sitúa en la periferia, cada vez más lejano de la ciudad, para que con crecimiento urbano no se vuelva a encontra dentro de la misma.
La civilización moderna rechaza la “visibilidad de la muerte”, por lo que se esfuerza en eliminar sus signos. De aquí viene el recurso, difundido en un cierto número de países, a conservar al difunto, mediante proceso químico, en su aspecto natural, como si estuviera vivo (sic).
El cristiano, para el cual el pensamiento de la muerte debe tener un carácter familiar y sereno, no se puede unir en su fuero interno al fenómeno de la “intolerancia respecto a los muertos”, que priva a los difuntos de todo lugar en la vida de las ciudades, ni al rechazo de la “visibilidad de la muerte”, cuanto esta intolerancia y rechazo están motivados por una huida irresponsable de la realidad o por una visión materialista, carente de esperanza, ajena a la fe en Cristo muerto y resucitado.