Decir África latina es pronunciar el nombre delPadre más genial de la Iglesia latina antigua: SAN AGUSTÍN, obispo de Hipona, el gran converso, que de forma tan penetrante y clara alcanzó las profundidades del alma humana y la misteriosa obra de Dios en ella.
El monacato no aparece en África cuando el regreso de Agustín a Tagaste en el 388, y menos aún cuando funda su primer monasterio en Hipona en 391.
Al contrario, ya había testimonios de Tertuliano y San Cipriano, el sínodo de Cartago del 349, que hacían suyas las prescripciones de los concilios de Elvira (comienzos del siglo IV) y de Nicea (325) contra la cohabitación de continentes y vírgenes.
Bien…
San Agustín hará una primera experiencia con algunos compañeros de Tagaste para “servire Dio in otio”, con un reglamento muy amplio que lo deja todo prácticamente a la iniciativa libre y responsable de cada uno, y una intencionalidad más bien “filosófica”.
Más que de un monasterio, se trata de la unión de hombres que tratan de realizar juntos un ideal de vida “solus cum solo”. Era un “monasterio de filósofos”.
Obispo un poco más tarde, en el 396, no por eso renunció Agustín a su anhelo de vida monástica, y funda en la “domus episcopi” misma su original “monasterium clericorum” (aunque ya hay precedentes históricos de esta orientación en San Eusebio de Vercelli. Aun así, se han puesto las bases de lo que en un futuro conoceremos como los “canónigos regulares”.
San Agustín pretendía que todos los clérigos participasen en esta vida comunitaria alrededor del obispo, mas, a partir de 425, aceptó una atenuación para los que no sentían llamados a ella.
El ideal monástico de San Agustín se encuentra disperso a lo largo de su extensísima obra. Pero sobre todo será célebre la conocida “Regla de San Agustín”, formada por dos textos diferentes: “Ordo monasterii” (aunque en realidad la redactó Alipio, el de Hipona escribiría el prólogo) y “Praeceptum”.
Texto breve y poco más o menos circunstancial, ha gozado de un éxito grande como Regla común de los canónigos regulares y de la mayoría de las órdenes y congregaciones modernas.
San Agustín pone el acento, ya en su prólogo, en aquello que considera el corazón mismo de la institución monástica: la comunidad de bienes de acuerdo con el ideal apostólico establecido por la frase de los Hechos de los Apóstoles: “Lo tenían todo en común y se distribuía a cada cual según su necesidad” (Hch 4, 32. 34).
En esto es muy original, no llega a comprender el ideal anacorético, y ve en la palabra “monachus”, derivada de “monos” (= uno), una etimología espiritual que la haría idónea para cualificar a los cenobitas porque: “A los que viven en la unidad… de manera que forma un solo hombre y poseen lo que está escrito: una sola alma y un solo corazón…, con razón se les llama ‘monos’, esto es, uno solo”.
San Agustín murió en 430, cuando los vándalos cercaban Hipona. La vida monástica fundada por él y que los discípulos habían extendido por toda el África latina, parecía consolidada.
Soportará la violencia de las persecuciones de los vándalos y de los agarenos, y encuentra un digno sucesor en San Fulgencio de Ruspe. Gracias a éste, la congregación todavía tenía vida en el siglo VI.