No hay vicio más deshonroso que la lujuria. De ahí el pudor que suele afectar a hombres honrados si, tras haber cometido un pecado de impureza, sospechan que ha llegado a oídos de los demás. Por eso algunos lo ocultan al sacerdote. El que está hundido en el cenagal de la lujuria difícilmente saldrá de él.
El primer remedio contra esta enfermedad es la oración ferviente a Dios, pues es el único que puede curarnos. Segundo, hay que hacer frente a los pensamientos impuros en cuanto se presente, y no ‘dialogar’ ni un instante con ellos. Tercero, hay que cortar de raíz toda ocasión para el mal, ya proceda del ocio, de la gula, de cualquier apariencia de impureza, o de las malas compañías.
Nada debe ser descuidado. En los justos quedan ciertos restos de este pecado que hay que extirpar radicalmente.
Hay aficioncillas que, aunque no sean malas en sí mismas, te ponen al borde el pecado. Si no lo remedias, la mente, fascinada poco a poco, quedará atrapada en ellas.
El que se sienta seguro ante estas tentaciones, caerá en ellas.
Es habitual pretextar muchas excusas: la necesidad, la costumbre, la intención pura; pero bajo la apariencia de bien se ocultan grandes males. De ahí nacen las libertades peligrosas, conversaciones imprudentes, actitudes demasiado relajadas, el desprecio de la modestia, frecuentes regalitos, ciertas alegrías, con las que poco a poco se abandona el pudor y se elimina todo rastro de vergüenza. Veneno interior.
Los falsos placeres son efímeros; los tormentos, eternos.