Al tratar este Don, nos remontamos al origen del que proceden las inspiraciones del Espíritu Santo. Nos elevamos al principio de la vida divina. Entraremos en una más íntima relación con Dios.
El Espíritu Santo, si ve peligrar nuestra fe por la seducción de las cosas del mundo, incluso de las legítimas, nos asistirá por el Don de Ciencia.
Con éste nos hace concebir una idea adecuada sobre las criaturas con objeto de que no supongan una traba, y a fin de que no obstaculicen nuestra fe, sino que sean un apoyo para ella.
Con una primera moción, el Espíritu Santo nos hará comprender interiormente el vacío, la insignificancia, y la vacuidad de las criaturas, así como el gozo de rechazarlas. Asimismo, nos va instruyendo a través de los acontecimientos de la vida, las desgracias, y los duelos.
El alma que sabe que no ha de esperar nada de las criaturas adquiere la gran ciencia del Espíritu Santo.
Su primer fruto es el de conocer la brevedad, la pequeñez, la inutilidad de las cosas terrenas y su incapacidad para saciar nuestro corazón, ávido de felicidad.
Cuando hayamos adquirido esa ciencia, estaremos libres de las ataduras de los bienes perecederos y podremos refugiarnos en Dios.