Nuestro amor ansía ver a Dios cara a cara.
Nuestra fe, por muy firme que sea, nonos lo puede mostrar así; por lo tanto, hay en la caridad un espacio de amor que no queda colmado.
La caridad no es luz, sino amor, y está hecha para seguir a la fe. Sin embargo, más allá de la caridad está el Creador.
La inspiración de la sabiduría no es otra cosa que una moción del Espíritu Santo que, a través del corazón, nos comunica una especie de experiencia de la visión celestial.
La fe concreta el objeto de nuestro amor, pero el Espíritu Santo nos infunde un conocimiento experimental de ese objeto que nos permite penetrar, sentir –no con los ojos del cuerpo, sino del corazón- el infinito de Dios.
Bajo esa inspiración, el alma se precipita, hasta hundirse, en un intenso sentimiento del ‘todo’ de Dios; en cierta medida, experimenta a Dios por encima de lo que la fe le revela términos concretos.