Si Jesucristo no es un rey lírico, sino que es Rey verdadero, debe, como todo Rey, estar munido de poderes y atributos para hacer efectiva su realeza. Y ya que no es rey figurado, sino real y eficaz, Pío XI expresa que Cristo posee las tres potestades clásicas: legislativa, judicial, ejecutiva.
El primer atributo de la realeza de Jesucristo es la perpetuidad, la eternidad del reino. Su trono es eterno porque su potestad es eterna. La eternidad del reino se entiende porque el objeto de su gobierno no son las cosas del tiempo, sino las eternas. A diferencias de los reinos temporales que son perecederos, el reino de Cristo, su Iglesia, ha de durar hasta el fin del mundo, cuando Cristo lo rinda al Padre.
Dado que Cristo es Rey en su doble naturaleza, estas potestades las ha de ejercer en ese doble dominio señalado.
El Reino de Cristo es espiritual, sobre los espíritus y las cosas espirituales. Pero no excluye que Cristo reine también en el siglo, especialmente en las cosas de la vida política de los hombres, incluida su existencia social y comunitaria.
Luego, la realeza temporal de Cristo no es por usurpación, tampoco una locura de un poder terrible, o un mito absolutista, o una creencia meramente medievalista. No es algo oscuro, sino manifestó, no por designio humano, sino divino. No puede decirse que su verdadero reino es únicamente interior. Si ese reino fuera por el gobierno de la razón sobre las pasiones, por ser Cristo el modelo de la virtud, no habría diferencia esencial con los estoicos. Muchos lo han dicho así, haciendo de Jesucristo un grandísimo hombre, una buenísima persona, que enseña el autodominio y el bien del prójimo, al igual que un Sócrates, un Cicerón, un Séneca.
Si el reino fuera y no por la virtud sino por la gracia, no habría más reino de Dios que el de la Iglesia y el gobierno de lo temporal le sería ajeno, estaría excluido de la gracia santificante.
Si el regimiento de lo humano no excluye los negocios temporales, el imperio regio de Nuestro Señor ha de abarcarlos. Y es que todo ha de ser instaurado en El, como condición necesaria de la paz y de la prosperidad humanas. Sería una torpeza mayúscula quien negase a Cristo presencia en los asuntos sociales y políticos, pues la universal realeza de Jesucristo no es una mera declamación, es una verdad revelada y constituye un “dogma” de fe, íntimamente ligado a los misterios de Nuestro Señor. La potestad regia de Nuestro Señor se extiende a todo negocio temporal de los hombres, a todas las cosas de la vida civil. Esta distinción clásica entre lo espiritual y lo temporal, que se traslada de inmediata a la distinción entre lo eclesial-divino-religioso y lo civil-temporal-secular, el Papa no la niega, pero distingue los reinos sin separarlos, somete ambos a un mismo y único Rey, de modo tal que, aunque diferenciados, ambos caen bajo el dominio del Rey.