También hay que tener en cuenta los fundamentos del Nuevo Testamento.
El testimonio del Redentor debe bastar. Aunque podrían también traerse a colación otros textos en los que Cristo dice ser El el Mesías prometido, el Rey anhelado desde Abraham, como reconoció a la samaritana, a Pilato, etc. (Jn 4, 25-26; 11, 27; 12, 13-15; 18, 37) Por eso San Juan lo llama “Rey de Reyes y Señor de Señores”, que ha establecido su reino por los siglos de los siglos (Ap 1, 6; 17, 14).
En fin, no se puede dejar de lado el testimonio constante de San Pablo, quien luego de afirmar que todo poder viene de Dios (Rom 13, 1), nos dice que a El, a Cristo, están sujetas todas las cosas; que El es “el Rey de los siglos”, y que “al Dios único, inmortal e invisible”, debemos “todo honor y toda gloria” (1Tim 1, 17). San Pablo no se cansó de reconocer en Cristo al Redentor, cabeza del cuerpo que es su Iglesia; de ver en El al príncipe, al Señor, al primogénito de entre los muertos, que posee el primer rango entre todas las creaturas (Col 1, 12-20; Fil 2, 11; Ef 1, 20-22).
La Iglesia ha creído siempre que Cristo es Rey porque El es el Ungido. Cristo es Rey porque El posee las aptitudes para reinar: porque ama la justicia, es ungido con óleo y hecho merecedor del trono, que recibe como fin propio y por derecho propio.
Si Cristo Rey es una verdad de fe, es por consiguiente un capítulo dogmático. En teología se llama dogma a las verdades reveladas directamente por Dios, definidas y anunciadas clara y expresamente por el Magisterio eclesiástico, verdades que han de ser creídas por todos para la salvación.
Es una verdad de fe que, luego de ascender a los Cielos, Jesucristo está sentado a la derecha del Padre, como se atestigua en el Evangelio (Mc 16, 19) y confesamos en el Credo.
Las palabras del Símbolo significan que El reina y juzga, pues estar sentado a la diestra del Padre es lo mismo que “compartir junto con el Padre la gloria de la divinidad, la bienaventuranza, y la potestad judicial; y esto perpetuamente y como rey” (Santo Tomás de Aquino).
Además, Pío XI remite al Concilio de Trento (Canon 21) que ratifica la potestad regia de Nuestro Señor al decir que Cristo se nos fue dado como Redentor y como Legislador.
Y para que no quedara duda alguna de su intención, Pío XI al instituir la Fiesta de Cristo Rey no la aconseja, no la propone, la “ordena”; y la vincula estrechamente al dogma de la consustancialidad “del Verbo encarnado con el Padre, sobre la cual se apoya el imperio de Cristo sobre todos los pueblos, como en su propio fundamento”.