En la Vigilia Pascual, que ya es Domingo de Resurrección, nace el día nuevo que la Iglesia prolonga en renovada alegría por una semana, en un tiempo que ya los antiguos llamaban “las siete semanas del santo Pentecostés” (San Basilio), el “gran domingo” (San Atanasio), el “amplio” o “gozoso espacio” (Tertuliano).
Pascua, por lo tanto, no es solo un día, sino un gran día que se prolonga durante un tiempo simbólico “el sacramento pascual encerrado en cincuenta días”, como dice una antigua oración. Pentecostés no es sólo un día, puesto que esta palabra indica la “cincuentena” de días y, por consiguiente, el “quincuagésimo día”, con el que termina el tiempo de Pascua.
Los cincuenta días que van desde el Domingo de Resurrección hasta el Domingo de Pentecostés han de ser celebrados con alegría y exultación, como si se tratase de un solo y único día festivo, más aún, como un gran domingo (San Atanasio). Los domingos de este tiempo son tenidos como domingos de Pascua. Los ocho primeros días del tiempo pascual constituyen la “Octava Pascual” y se celebran como solemnidades del Señor.
El “santo domingo se extiende, en virtud de una gracia continua, a las siete semanas del santo Pentecostés, durante las cuales celebramos la fiesta de Pascua.