Hoy nos acercamos a la película “El séptimo sello” (Ingmar Bergman, 1957), magnífica producción sueca que nos sitúa en los tiempos de la peste negra asolando Europa, cuando un caballeo y su escudero regresan a su país después de una década de ausencia en la Cruzada.
Cine europeo imprescindible que nos aproxima al tema de la muerte, de la angustia, del pavor a Dios (no confundirlo con el Temor de Dios), con la fuerza del destino del que no se puede huir.
De fondo, está la educación en la rigidez luterana del director, Ingmar Bergman, que le transmitió su padre, un pastor luterano, que inoculó en su hijo una idea de un Dios justiciero, no justo. El terror ante la muerte, que supondría un juicio inexorable sobre sus pecados, llevaron al directo a un tiempo de ateísmo. Ateísmo que, en el fondo, nunca fue tal.
El título está basado en la cita del libro del Apocalipsis “Y cuando abrió el sétimo sello se hizo en el cielo silencio como de media hora” (Ap 8, 1), que nos invita a un momento de silencio interior antes del sonido de las trompetas por parte de los ángeles que anuncian los actos de Dios en el juicio de la humanidad.
Nos encontramos en la película a un joven Max von Sydow, uno de los actores europeos más grandes. Pleno de elegancia, que llenaba la pantalla con el esbozo, por ejemplo, de una leve sonrisa; inolvidable en la película de “El exorcista”. Aquí, todavía, muy joven.
Y, también, con la interpretación de “La Muerte”, inolvidable. Casi imposible fuese mejor interpretada. La cual jugará una partida de ajedrez con nuestro caballero cruzado para ver si, venciendo éste, se le concede todavía más vida.
La aplicación para nuestra vida cristiana es que nos encontramos con un testimonio honesto ante las postrimerías de la vida. Tratado de una muy sobria y elegante. Y seca, por momentos, conforme al ambiente, entendemos, luterano que embarga toda la película. La angustia, que no se puede despreciar, se explica ante el pensamiento horroroso a que no exista…nada. Esa angustia que, si cabe, disimulamos especialmente en nuestra juventud pensando que falta mucho, o que quizá, como pasa con muchos juegos, vamos esquivando e, incluso, llegamos a pensar que nunca nos tocará.
Por lo tanto, es bueno que consideremos nuestra propia muerte, que será reflexionar nuestra propia vida, la que estamos teniendo, pues así, y sólo así, podríamos reorientar tantas decisiones. La angustia quizá sea el peso de una vida equivocada que se cierne terrible al acercarse la hora como si denunciase antes del propio Juicio una existencia vacía y frívola.