Dios nos ama, nos quiere. Nos va a escuchar. Va a prestar oídos a nuestras voces. Nos va a formar de nuevo. Va a re-formar a su pueblo. Volverá a darnos forma. Va a sacarnos de las tinieblas.
El espectáculo, dice al final de la Primera Lectura, es pavoroso. Pone palabras en boca del monte Sión. Habla como si fuese una madre que ve que el hogar está sin hijos, sin nada.
¿Cómo lleva esa situación una madre? Una madre, un hogar, y los hijos… por ahí. No se olvida nunca de ellos. Alimenta el recuerdo como sea. El autor sagrado nos coloca en una situación límite, el de una madre que no puede ser consolada. No le valen las palabras de Dios. No le valen. No cree en sus augurios re-formistas.
Dios interviene y, una vez queda claro cómo es de extremo el amor de una madre, a la que no se culpa por no prestar oídos a los vaticinios esperanzadores de Dios, admirado, podríamos decir, el mismo Dios de esa capacidad de amar que tiene una madre, Dios nos lleva a todos, asimismo, al límite jurando que, si una madre no puede olvidar a sus hijos dispersos, como así es, El, Dios, tampoco. Y aunque ellas se olvidaran de nosotros (que nunca ocurrirá, como bien deja claro Isaías), Dios nunca se olvidaría de nosotros.
Dependemos de su amor. Dependemos de su re-cuerdo. El amor de Dios, tan extremo, nos mantiene. El amor de Dios nos re-formará.