Israel recibió una ley santa como no ha recibido pueblo alguno. Pueblo pequeño y sin importancia. Con una importancia, en todo caso, estratégica. Los que rodean son imperios poderosos. Pueblos organizados y voraces. Guerreros fieros. Pero la ley que se le ha otorgado supera en mucho a cualquier legislación místico-estatal que le circunde.
Esta ley será norma para buena parte del mundo civilizado. Debe guardarla.
Esta ley distinguirá al pueblo judío del resto. Y los que entren en contacto con ella se sentirán, en muchos casos, interpelados. Es una ley poderosa. Las conciencias encontrarán la “horma de su zapato”. Encontrarán la “silueta” que le faltaba para guiarse con seguridad. La ley natural no es suficiente. Necesita un auxilio que le viene de la Revelación, de la seguridad que le da que lo que descubre en su razonamiento, y lo que se aprueba en su conciencia, antes, ha sido revelado a un pueblo para que los hombres caminen con seguridad convirtiéndose en un faro luminoso en medio de las naciones.
La Ley es un don. Por eso se nos pide la contrapartida de “guardarla”, que no es esconderla a buen recaudo. Guardar es practicar. Y así nunca se perderá, ni se convertirá en una reliquia, ni en una entelequia. La Ley, con su cumplimiento, es sinónimo de sabiduría.
Los pueblos que se apartan de esta fuente de luz, se denigran. Y sus miembros.
El Señor, por medio de su Muerte, ha venido a darle plenitud. Es decir, la convertirá en algo muy personal, no meramente grupal o nacional, y la convertirá en algo que se puede cumplir, ¡por fin!, en su integridad, y con integridad.