Durante su mortal agonía, Jesús contempló el aspecto deplorable del pecado. Vio cuán funesto es el pecado para los que lo cometen:
- La desnudez terrible del alma despojada de la gracia santificante;
- La pérdida de los derechos de la adopción divina o la herencia del reino celestial:
- Los títulos para la condenación eterna en los rigores del infierno;
- La compañía de los demonios en lugar de la de los ángeles;
- La turbación del desorden en lugar de la calma de la paz;
- Los gritos de odio en lugar de los cánticos de amor.
Jesús vio ante sus ojos todas estas consecuencias necesarias y terribles del pecado mortal.
Por esta causa, el rechazo del pecado, fuente de tantas desgracias, hierve en su Corazón Sacratísimo, lleno de justicia, de santidad y de amor.
El vino al mundo para restablecer la paz entre Dios y los hombres, para reintegrar a los hijos de la gran familia humana en la posesión de su patrimonio sobrenatural, y el pecado se opone a la realización de sus designios de amor.
Si nuestros pecados le fuesen ajenos, su pena sería menos profunda. Pero Jesús se ha propuesto detestar nuestros pecados y expiarlos como si fuesen suyos. Se ha constituido en nuestra Cabeza y nosotros somos sus miembros.
Ante la justicia divina, Jesús ocupa nuestro lugar y sufre por nosotros el castigo que nuestros pecados merecen. Representante de la humanidad culpable, Jesús no puede desentenderse de las tristes consecuencias de nuestras faltas. En su Corazón encontramos nosotros la justicia y la misericordia que nos salvan.
Acudir a este asilo de paz y de reconciliación es un alivio para todas las almas que gimen bajo el dolor y la angustia del pecado y de sus funestas consecuencias.