El Corazón de Jesús es hijo del eterno Padre y está unido sustancialmente al Verbo de Dios.
Está lleno, pues, de plenitud divina.
Por la unión hipostática de las dos naturalezas de Cristo, la divina y la humana, en la única persona divina del Verbo encarnado, las propiedades de una naturaleza, con las debidas cautelas, podemos aplicarlas a la otra.
El corazón pertenece, como parte necesaria, al cuerpo humano. Si hemos dicho que el Corazón de Jesús está unido sustancialmente al Verbo divino, reconocemos y profesamos que la humanidad de Cristo fue completa e íntegra en su naturaleza y en sus operaciones, y que esta naturaleza humana, con todas sus partes de que se compone, y por lo mismo con su Corazón, fue asumida por la Persona divina del Verbo y está unida a ella con unión personal, indisoluble.
El influjo vital y santificante de la Persona divina se comunica a toda y cada una de las partes de la naturaleza asumida, elevándola a la dignidad propia de la Persona divina, en quien subsiste y obra. Por eso, razonablemente, decimos que es divina el alma de Cristo y que es divino su amabilísimo Corazón, con sus palpitaciones y afectos santísimos, regulados por la acción divina del Verbo.
El Corazón de Jesús está lleno de la plenitud de la divinidad.
En El se manifestó de modo especial el influjo del Verbo, a causa del oficio esencial que tiene el corazón en la vida humana y en el sentido que le da la Sagrada Escritura como expresión de toda la vida del hombre. Por eso, todas las acciones humanas del Verbo encarnado, todas sus fatigas, sus dolores, sus lágrimas, sus palabras, su sangre redentora brotaron como de su fuente natural de aquel Corazón, lleno de plenitud de la divinidad.
Las mismas acciones del alma, por su conexión esencial con el cuerpo, no eran extrañas a su Corazón santísimo. La alegría y la tristeza, los consuelos y las aflicciones, los pensamientos y los afectos, repercutían en aquel Corazón delicadísimo.