¿No es éste el don precioso entre todos y el que queremos ofrecer a nuestro Rey amadísimo en este primer día del mes consagrado a su divino Corazón?
Sí, ciertamente; no podemos equivocarnos en el aprecio que de él hace Nuestro Señor, puesto que El mismo solicita este tesoro, único e incomparable a sus ojos: “¡Hijo mío, dame tu corazón!”.
Estas palabras deben arrebatar nuestras almas en éxtasis de admiración y reconocimiento.
¡Un Dios, plenitud de todo bien, soberanamente dichos en sí mismo, inclinarse hasta su criatura, hasta el más humilde de los hijos de los hombres, para solicitar su amor, implorar el don de su corazón y mostrarse celoso de poseerle! Esto es un abismo de misericordia, al que debemos corresponder con un abismo de gratitud inefable.
Nada tan conmovedor como la actitud del Divino Maestro, de pie, llamando a la puerta de nuestros corazones. El lo ha dicho: “Estoy a la puerta y llamo”.
Podría, ciertamente, entrar a viva fuerza; ¿quién resistiría al Todopoderoso? Pero no es así su proceder; El se hace humilde, paciente, hasta suplicante:
“¡Hijo mío, dame tu corazón!”