Después del domingo “gaudete”, descubrimos que las lecturas del ciclo de Adviento, particularmente las primeras, aumentan en intensidad. También pretende, la Iglesia, que aumente nuestra intensidad espiritual cuidando la vigilancia, la sobriedad y el deseo del encuentro con el Eterno.
La primera lectura de hoy, del Libro de los Números, uno de los cinco que configuran el Pentateuco, los cinco primeros libros de la Biblia, nos ofrece uno de los anuncios mesiánicos más sorprendentes. Hablamos de la profecía de Balaán, que era un pagano madianita, al que pagaban los enemigos de Israel para proferir falsas profecías llenas de maldiciones para asustar y sembrar miedo a los judíos. Pero Dios dominó la mente de Balaán y, en vez de emitir maldiciones, profirió bendiciones sobre su Pueblo. Es lo que nos presenta este pasaje de Números, una bendición de Balaán impulsado por el mismo Dios (lo cual significa que Dios está bendiciendo a su pueblo por medio de sus enemigos, confundiéndoles en sus malas acciones, y tornando la maldición en bendición), y un oráculo mesiánico, verdadero vaticinio, que bien meditado nos ayuda a seguir entrando en el misterio de la verdadera esperanza. El vaticinio nos habla del surgimiento de una estrella en Israel (signo de la divinidad); y de la “aparición” de un cetro (objeto propio de rey), que acabará con los enemigos de Israel. Vaticinio que nos habla del Rey David, vaticinio que nos habla del Rey Mesías definitivo.
Dios nos protege de muchos enemigos. Y los confunde en sus malos proyectos que se vuelven contra ellos, que se vuelven en favor de los suyos. Es verdad. ¡Si supiéramos cuántas veces ha tornado un sinfín de peligros en defensa de nuestras almas! Pero entremos en el vértigo mesiánico del oráculo. Reconozcamos cómo Dios prepara con tanta antelación y esmero el principio del fin del Mal, y de los enemigos de su Iglesia. Dios es un Rey victorioso.
El Evangelio, que nos sitúa a Jesús en el Templo de Jerusalén después de expulsar a los vendedores y de la maldición de la higuera seca, nos presenta a Jesús en controversia con los sumos sacerdotes y los ancianos. Estos le interrogan sobre la autoridad de sus acciones y palabras. Y Jesús, que no se deja ganar en rodeos, les pregunta sobre la procedencia de la autoridad de Juan, el Bautista. Sorprendente. Es bonito pensar que el Señor está mirando por el prestigio de Juan en una situación tan delicada. Con esa “salida” suya le ha dado todo el valor que merece el Precursor. La respuesta de las autoridades religiosas del Templo, como tantas veces, es calculada. Saben que van a quedar en evidencia, y deben meditar la réplica, sobre todo para no perder el dominio sobre el pueblo.
Qué respondieron: “No sabemos”. Y lo sabían. Pues, Jesús tampoco les quiso responder.
Ante preguntas capciosas, salir airosos y con santa elegancia. Con fortaleza y libertad de espíritu. No tener miedo. ¿El temor? A ser considerados… maleducados, tal vez. No se debe tener. Ni temer.
Por cierto, Juan actuaba con la autoridad del Cielo, que los hombres le reconocieron. Por eso acudían a él, incluso los soldados.
Que nosotros se la reconozcamos en estos días de Adviento para disponer nuestros corazones a través de los esfuerzos que sean necesarios.