“Pero con amor eterno te quiero”. Es una de las citas más estremecedoras de todo el Antiguo Testamento. Son palabras de Dios referidas a Jerusalén. Jerusalén es considerada como una madre y como una esposa. Esposa de Dios, madre de muchos hijos.
Nuestras vidas han sido estériles, pero ni Dios mismo es capaz de mantener a los suyos en la situación purificadora. Por muy beneficiosa que sea, sabe que no la soportaríamos. Sabe que no la soportamos. Llegará el momento que remitirá la purificación. Y nos invitará a participar de ese gozo suyo. Dios, cuando da terminada la reprimenda merecida, se alegra. Y nos anima a participar de su sonrisa. Quizá lo hagamos. Quizá no.
Aun así, “Con amor eterno”. Es tan inexplicable el amor que Dios nos tiene. Y no quiere que dudemos que fuimos y somos muy amados por El. Y que siempre nos querrá. Puede cambiar los que sea en el universo mundo, lo que sea. Lo más inesperado. Lo más inimaginable. Pero el amor que Dios tiene a los pecadores no cambiará. Eso es lo incomprensible. Más fácil es que cualquier elemento geográfico varíe, a que mengüe el amor que el Eterno nos tiene. ¡Ojalá lo sospechásemos!
El Evangelio continua el pasaje del pasaje del día anterior. Jesús nos pide que nos fijemos en San Juan, el Bautista. Jesús nos pide que reconozcamos su valor. Un hombre grande. Un profeta de verdad. Más que un profeta. Mucho más. Un loco de Dios. Un verdadero loco del Señor. Un hombre que vive como las bestias del desierto. Un asceta auténtico. Un mensajero divino. Un heraldo. Una voz. Tan grande es Juan que, al mismo tiempo, no supera en magnitud a San José. No. San Juan es el más grande de todo el Antiguo Testamento. Nadie lo supera. Ni siquiera Elías. Tendríamos que respetar más la figura de El Bautista.