Aun pareciendo repetitivas ciertas orientaciones, insistiremos en que este tiempo puede proporcionar una vida espiritual profunda. Sería muy positivo que los fieles adquiriesen, o sustentasen, su vida espiritual en la liturgia, que adquiriesen una espiritualidad litúrgica en definitiva. Al menos que fuese la base.
La clave de la comprensión de esta espiritualidad está en el Misterio de Cristo. Hablar del Misterio de Cristo, nunca lo olvidemos, es hablar del “Viviente”.
Con esa lectura semicontinua de los Evangelios en las misas de “diario”, y la atención y meditación con la misma, ponemos el centro de nuestra vida espiritual, esto es, nuestra relación personal con el Señor, en su misma vida, y todo su Misterio del Dios y Hombre verdadero en la normalidad de nuestra vida. Misterio de predicación, de enseñanza, de doctrina, de gestos, de milagros, de amor auténtico.
Asumir este Misterio es ofrecer a la vida de cada cristiano la ocasión de vivir el discipulado “ferial”, expresión en atención a las lecturas feriales de cada día, del esfuerzo de cada día, con el que no pone entre paréntesis ningún momento de su vida, sino que entiende que todos los momentos son de Dios. Y son para Dios. Dicho de otro modo, se es cristiano durante la Misa y al salir de la celebración del Santo Sacrificio. Se es cristiano el domingo y el resto de los días de la semana. Se es cristiano cuando uno reza sus oraciones y cuando desempeña sus otras ocupaciones de labor o de ocio.
Los “dichos y hechos” del Señor los podemos llevar a nuestra vida, a nuestro día. “Transportar” esos momentos a nuestra persona, reviviéndolos en la escucha atenta a la Palabra de Dios y en la Comunión de su Cuerpo. Momentos que podemos asumir y que santifican nuestra historia, nuestra biografía con el afán que se pueda transformar en hagiografía (vida de santidad) hasta que el Señor nos llame a su encuentro, o hasta que el Señor regrese en su Gloria.