Tras la superficial victoria sobre los herejes albigenses, Santo Domingo determina fundar una orden especial de maestros predicadores.
Para esa empresa le ayudaría el arzobispo cisterciense de Tolosa, Fulco.
El papa Inocencio III apoyaría este proyecto durante el Concilio de Letrán IV (1215), pero se habrían de adoptar reglas ya aprobadas.
Santo Domingo eligió la de San Agustín, añadiéndole constituciones inspiradas en muchos puntos en las de los Premonstratenses, que eran también “canónigos regulares”.
Las constituciones de la Orden Dominicana han sido siempre admiradas con razón, y sirvieron de modelo para todas las fundaciones posteriores, especialmente para de San Ignacio de Loyola.
Fueron la primera orden gobernada según un régimen centralizado.
El poder legislativo radica en el Capítulo General, mientras el ejecutivo está en manos del Maestro General.
Se hace especial insistencia en la obediencia que es prestada al Maestro General, como único voto que abarca a todos los demás deberes de la Orden.
Los Dominicos no fueron tan radicales como los Franciscanos en cuanto a pobreza y ascetismo. El fin que preside toda su actividad es el ministerio pastoral, la enseñanza de la doctrina y la predicación.
Desde un principio fueron una orden de sacerdotes y dedicaron especial atención al estudio, como base para su predicación al pueblo.
Aún en vida de Santo Domingo (+1221), empiezan a dar clases en la Universidad de París, en 1218, donde alcanzarían renombre gracias a figuras de la talla de San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino.
Por su sólida preparación teológica, el papa Gregorio IX los creyó aptos para hacerse cargo del tribunal de la fe, la Inquisición, que era entonces una necesidad en las regiones infestadas de herejía, como el sur de Francia y el norte de Italia.