En los Evangelios está situación la Transfiguración de Cristo en un momento decisivo, el momento en que Jesús, reconocido por sus discípulos como Mesías, les revela cómo va a realizarse su obra: su glorificación será una resurrección, lo cual implica el paso por el sufrimiento y por la muerte.
Este contexto da a la escena su significado en la vida del cristiano.
Jesús aparece aquí realizando las Escrituras (Lc 24, 44) y sus oráculos sobre el Mesías, el siervo de Dios y el Hijo del Hombre.
Jesús escoge como testigos del acontecimiento a los que serán testigos de su agonía: Pedro (2Pe 1, 16), Santiago y Juan (Mc 14, 33). La escena evoca las teofanías de que Moisés y Elías fueron testigos en la Montaña de Dios (Sinaí-Horeb; Ex 19, 9; 24, 15-18; 1Re 19, 8-18).
Dios no manifiesta solamente su presencia hablando en medio de la nube y del fuego (Dt 5, 2-5); sino que Jesús, en presencia de Moisés y de Elías, aparece a sus discípulos transfigurado por la gloria de Dios.
Esta gloria les infunde terror, temor religioso delante de lo divino (Lc 1, 29); pero provoca asimismo una reflexión sugestiva de Pedro, que expresa su gozo delante de la gloria de aquel cuya mesianidad había confesado; Dios va a habitar con los suyos, como lo anunciaron los profetas de los tiempos mesiánicos.
Sin embargo, la gloria no es la del último día; no se reduce a iluminar los vestidos y el rostro de Jesús, como en otro tiempo ponía radiante el rostro de Moisés (Ex 34, 29). Es la gloria misma de Cristo (Lc 9, 32) que es el Hijo muy amado, como lo proclama la voz que sale de la nube. Al mismo tiempo esta voz ratifica la revelación que ha hecho Jesús a sus discípulos y que es el objeto de su conversación con Moisés y con Elías: ese “éxodo” cuyo punto de partida va a ser Jerusalén (Lc 9, 31), ese paso por la muerte necesario para la entrada en la gloria (Lc 24, 25); en efecto, la voz divina prescribe escuchar al que es el Hijo, el elegido de Dios (Lc 9, 35).
La Transfiguración, pues, confirma la confesión de Cesarea y consagra la revelación de Jesús, Hijo del Hombre, paciente y glorioso, cuya muerte y resurrección cumplirán las Escrituras.
Revela la persona de Jesús, Hijo muy amado y trascendente, que posee la gloria misma de Dios.
Manifiesta a Jesús y su Palabra como la Ley Nueva.
Anticipa y prefigura el hecho pascual que, por el camino de la Cruz, introducirá a Cristo en la plena expansión de su gloria y de su dignidad filial. Esta experiencia anticipada de la gloria de Cristo está destinada a sostener a los discípulos en su participación en el Misterio de la Cruz.
Los cristianos, hechos por el bautismo partícipes del misterio de la Resurrección prefigurado por la Transfiguración, son llamados ya acá en la tierra a transfigurarse cada vez más por la acción del Señor (2Cor 3, 18) hasta que sean totalmente transfigurados con sus cuerpos cuando llegue la Parusía (Flp 3, 21).
En su participación terrenal en los sufrimientos de Cristo todo encuentro auténtico con el Señor Jesús tiene en cierto modo la misma función para el apoyo de su fe que la Transfiguración para el apoyo de la fe de los discípulos.