Adoración y Confesión
La vigilia mensual de la Adoración Nocturna debe ser siempre también una ocasión para recibir el sacramento de la Reconciliación. Ambos sacramentos están estrechamente unidos. En una doble dirección.
Primero de la Penitencia a la Eucaristía…. Porque para recibir el Sacramento del amor hemos de recibir antes el perdón si nuestra alma se encuentra en pecado mortal. Todos antes de comulgar hemos de recordar el precepto: Examínese, pues, el hombre a sí mismo. Que nadie, consciente de estar en pecado mortal, aunque se considere arrepentido, se acerque a la santa Eucaristía sin hacer previamente la confesión sacramental. Le sería inútil y además cometería un nuevo pecado.
Segundo de la Eucaristía a la Penitencia… porque la conversión y la penitencia diarias encuentran su fuente y su alimento en la Eucaristía, pues en ella se hace presente el sacrificio de Cristo que nos reconcilió con Dios; por ella son alimentados y fortificados los que viven de la vida de Cristo; «es el antídoto que nos libera de nuestras faltas cotidianas y nos preserva de pecados mortales»
La Eucaristía, -adorarla-celebrarla-comulgarla, nos borra los pecados veniales y nos preserva de futuros pecados mortales. La Eucaristía fortalece la caridad que, en la vida cotidiana, tiende a debilitarse; y esta caridad vivificada borra los pecados veniales. Dándose a nosotros, Cristo reaviva nuestro amor. Por la misma caridad que enciende en nosotros, la Eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales.
La Eucaristía no está ordenada al perdón de los pecados mortales. Esto es propio del sacramento de la Reconciliación. Lo propio de la Eucaristía es ser el sacramento de los que están en plena comunión con la Iglesia. Pero vivir la Eucaristía nos hace ser más frecuentes y puntuales en la Penitencia, porque la caridad nos da un corazón más sensible a las ofensas que hacemos a Dios.
“La Eucaristía y la Penitencia son dos sacramentos estrechamente vinculados entre sí. La Eucaristía, al hacer presente el Sacrificio redentor de la Cruz, perpetuándolo sacramentalmente, significa que de ella se deriva una exigencia continua de conversión, de respuesta personal a la exhortación que san Pablo dirigía a los cristianos de Corinto: “En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!”. Así pues, si el cristiano tiene conciencia de un pecado grave está obligado a seguir el itinerario penitencial, mediante el sacramento de la reconciliación para acercarse a la plena participación en el sacrificio eucarístico” (Ecclesia de Eucaristia, Juan Pablo II)
La Escritura nos da ejemplo de cómo la reconciliación debe preceder a la comunión con la famosa parábola del Hijo pródigo…
«Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: «Padre, dame la parte de herencia que me corresponde». Y el padre les repartió sus bienes. Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa”.
¡Nuestros pecados son una ofensa al Amor del Padre! ¡Siempre! Sean grandes o pequeños, nos alejan de él, nos llevan a perder su gracia -antes o después- Y entonces vienen las consecuencias, el hambre…
Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones. Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos. Él hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba.
¡De qué cosas nos alimentamos cuando estamos lejos de Dios! Comida para cerdos, tan lejos de nuestra dignidad de hijos, tantas palabras e imágenes que nos alimentan hoy en día de mil maneras, bien podrían calificarse así… ¡comida para cerdos! Nosotros estamos llamados a algo más grande. Pero ha de mediar la reconciliación.
Entonces recapacitó y dijo: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!». Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: «Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros». Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: «Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo».
El hijo se considera totalmente indigno de ese nombre. Y es así como hemos de presentarnos al Sacramento, humillados y sabiéndonos sin derecho a nada, sólo suplicando. Confesando y pidiendo… Pero el Padre siempre nos gana en generosidad.
Pero el padre dijo a sus servidores: «Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado». Y comenzó la fiesta.
Y después de la reconciliación nos devuelve toda nuestra dignidad, nos da la gracia en un grado, como si nunca hubiéramos pecado, lo olvida todo y nos prepara una comida digna de hijos de Dios: el pan de los ángeles. Sólo quien se alimenta de la Mesa de este Padre con amor tiene fuerzas para rechazar la tentación de alejarse de él.
También los santos nos animan a acudir a la Eucaristía que nos aleja de los pecados. Como santa María Micaela del Santísimo Sacramento, la fundadora de las Adoratrices que se dedican a adorar la Eucaristía y liberar mujeres de la mala vida en la que están esclavizadas…
“Adoratriz soy en verdad del Santísimo Sacramento, aunque no como debo y tan alta majestad merece. Que en el amor a Jesús Sacramentado nadie nos lleve ventaja jamás, hijas mías. Mi alma tiene hoy una gran necesidad de pasar unas horas a solas con mi Dios, con mi Amado Jesús Sacramentado.”
“Como yo tengo un deseo que devora mi corazón de acompañar al Santísimo, me meto en todos los Sagrarios que hallo al paso. Ofrecí a mi amado Jesús, cada día y muchas veces, enviarle un pensamiento de amor a todos los Sagrarios del mundo. Es un gusto, que siempre y en todo momento se alabe al Santísimo Sacramento
“El deseo de salvar jóvenes es para mí como una espuela clavada en el corazón. La obra de salvar jóvenes y adorarle consuela el afligido corazón de Dios. No es afán de que se salven las colegialas sino ambición que me devora, vengan de donde quieran; como se salven o dejen de ofender a Dios, aunque no sea más que una hora, me contento.”
Preguntas:
¿Me confieso regularmente?
¿Cómo cuido este sacramento?
¿Soy apóstol de la reconciliación
¿Conoces alguna historia de reconciliación que pueda inspirarnos?