Antes que Patrono, san Benito había sido declarado por Pío XII Padre de Europa, en reconocimiento de que su institución monástica había contribuido decisivamente a la creación del espacio espiritual y cultural europeo. Los monjes benedictinos fueron los primeros que tuvieron conciencia de la nueva realidad postromana, los que sirvieron de puente entre el mundo antiguo y el medioevo, cuando rescataron, cultivaron y transmitieron casi todo el patrimonio grecorromano, sobre todo el pensamiento y el Derecho, dándole además su última y más completa dimensión al injertarlo, como ya habían hecho Pablo y los Padres de la Iglesia, en la matriz evangélica, teológica y espiritual del cristianismo. Ellos también fueron los que orientaron a la nueva sociedad en su configuración social, política, económica, cultural y religiosa; los que hicieron de la diversidad de esos pueblos una comunidad cohesionada en torno a los mismos valores espirituales, morales y humanistas. Los instrumentos de esa obra fueron la cruz y el arado, la oración y el trabajo, la Biblia y el Derecho romano, el libro y la estética litúrgica, la disciplina y la pax monástica. Por eso los monasterios guardan la memoria y el secreto de Europa. Su recinto es el símbolo de ese espacio occidental: en él se condensa el espíritu, la fuerza, la tensión que engendraron al hombre y al alma europeos. La construcción de Europa debiera hacerse con los criterios que forjaron las abadías y las catedrales: ellas fueron la obra común del espíritu, de la sabiduría, de la técnica y del trabajo, armonizados en torno a una visión global centrada en Dios y en el hombre.
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